28.7.07

KINSKI: sobre críticos y directores de cine; premios y etiquetas.

Klaus Kinski, actor (1926-1991).


¡Ser crítico no es ninguna profesión! Los críticos no son más que una plaga que va extendiéndose porque se les deja actuar impunemente. Nunca se sabe dónde tiene su origen una epidemia. Lo importante es encontrar una vacuna contra ella. Siempre es lo mismo: el que no puede ser juez o miembro de un jurado y entregar a alguien al patíbulo, quiere al menos poder poner nota a una película, o a un cantante o a un bailarín o a un pintor o a un libro. Criticar, corregir, decorar, plastificar, analizar, diseccionar, embalsamar, cualificar, esterilizar... Para la mayoría, criticar significa que uno sabe más cosas y puede hacerlo mejor, pero sin tenerlo que demostrar de inmediato. Los actores, directores, productores, escritores, etcétera, sin excepción, se sienten contentos y agradecidos cuando les llaman a formar parte del «jurado» de un festival de cine. Se les «selecciona» del mismo modo que se selecciona a los buenos ciudadanos para formar un jurado. No sólo se enorgullecen de ello, sino que se muestran completamente cambiados, deformados, realmente desfigurados. Cuando, durante el festival, tropieza uno con ellos de camino hacia su reunión del jurado, nunca «tienen tiempo». Apenas le conocen a uno y, en lugar de responder al saludo, contraen los labios en una mueca compasiva. Durante el período en que son jurados, seguro que tampoco follan, o únicamente lo hacen con otros miembros del jurado.
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Después de cada festival corren rumores de soborno. Pero no se trata de meros rumores. Sé de festivales en los que se puede comprar el premio. Pero el ansia de «fama» e «importancia» es peor que cualquier soborno. Resulta físicamente repugnante ver cómo los premiados prácticamente masturban al premio mientras pronuncian su penoso discurso de agradecimiento. Y luego las caras hostiles de los otros, los que no se han llevado ningún premio. Todo eso revela una enorme falta de tacto. Como cuando, siendo niño, me invitaron a un reparto de regalos de Navidad para niños pobres cuyos padres no tenían dinero para regalos. Además de ponerle a cada niño unos cuantos trozos de pastel en un plato de cartón y una taza con chocolate, se les iba llamando y se les entregaba en mano un paquetito envuelto en papel de regalo. Cada vez que llamaban a un niño, se me arrasaban los ojos en lágrimas. Lágrimas de rabia. Si les hubiesen dado dinero a nuestras madres, cada una habría podido hacer un regalo a su hijo. Pero allí las madres estaban sentadas con nosotros, viendo cómo otras personas, en lugar de ellas mismas, «hacían regalos» a sus hijos queridos. Es cierto que cogía todo lo que fuese comestible, porque nunca comía bastante, pero me habría gustado mandar a la mierda a la condescendiente piedad «social» de aquellas ceremonias, y habría preferido aplastar la nariz contra la ventana de una panadería y absorber, hasta que se me reventaran los pantalones, el cálido aroma del pan como si fuera la leche de los pechos de mi madre.
¡Ningún niño se merece que le den de comer de una manera tan humillante!

Una entrega de premios resulta tanto más detestable porque los que se pirran por esa quincalla no la necesitan, no la necesitan como un niño con hambre necesita alimento. Aún más para su tierna alma que para su cuerpo.
¿Y de qué están tan agradecidos esos adultos sedientos de premios? ¿Agradecidos de ver satisfechas sus ansias de prestigio? ¿Sus ansias de fama? ¿De dinero?
Y además, ¿qué pasa con todos los demás que también merecen un premio? ¡O incluso más que los que lo han obtenido! A Charlie Chaplin y a Orson Welles nunca les dieron un Oscar.
¡A la mierda esos jurados de cabrones académicos!
¿Y a qué viene esa estupidez de los premios? ¿Para qué? ¿Y quién puede arrogarse el derecho a anunciar la decisión? ¿Y cuántos son los que se arrogan ese derecho, comparados con centenares de millones de espectadores? Una película no tiene mayor éxito porque haya obtenido un premio. Al contrario, el público se siente secuestrado por una pequeña camarilla arrogante que se cree con derecho a dictarle qué es lo mejor.

Dejo que Herzog se encargue de recoger toda esa basura. Como un trapero, emprende largas giras de recogida de premios, en las que va rapiñando todo lo que le «conceden» por las películas que ha hecho conmigo.
¿Quién, por todos los diablos, puede arrogarse el derecho a pronunciar públicamente un «elogio»? ¿Quién puede reclamar el derecho a «conceder» algo?
Hay distinciones que se dan en nombre de la paz: el Premio Nóbel (400.000 dólares libres de impuestos). También se lo dieron a Einstein, aunque descubrió la fisión del átomo (la bomba atómica). Más adelante lo lamentó de una forma «conmovedora». Hay premios por ser cómico y premios para las tragedias. Premios para la belleza y premios para la fealdad. Premios para el mejor y premios para el peor. Premios para el que es capaz de comer más y premios para el que es capaz de beber más... ¿Hay también premios para el hambre? Sí, récords de hambre, mientras que a los niños hambrientos no se les concede ningún premio. ¿Hay premios para accidentes? Sí, para los especialistas; para los accidentes de verdad, no. Los nazis condecoraban a las madres por los hijos que parían. Esa condecoración se llamaba «cruz de la maternidad»; se concedía la de bronce tras el cuarto hijo y las de plata y oro tras varios hijos más. Cuando los hijos crecían, entraban en el ejército y les daban medallas por matar. Premios para los asesinos. Cuando los mataban a ellos, las mismas madres que los habían parido recibían condecoraciones por sus hijos muertos. Medallas por las lágrimas, por el dolor y la desesperación. Medallas por las vidas destruidas. Hay premios para los salvavidas. Premios para las películas pomo: pollas y cojones.
A los toros y a los cerdos se les premia del mismo modo. El semental no necesita ningún premio por joder bien. Pero nadie le pide su opinión.
Luego la marca a fuego en el culo. El número perforado en la oreja, pegado en la frente o simplemente garrapateado en la piel, y venga, al matadero. Los animales no pueden oponer resistencia. Los humanos, por el contrario, no sólo lo consienten, sino que hacen cola para apuntarse ellos mismos. La cosa empieza con el carnet de identidad (no se lo dan a todo el mundo). Luego el carnet de conducir, como premio por conducir bien. Pegatinas contra los accidentes de tráfico. El derecho al voto también es una distinción (!); por decirlo así, los colegiales crecen hasta estar maduros para ese premio. Tarjetas de crédito. Las tarjetas de identificación están cuidadosamente plastificadas, para que nadie las manche de comida. Y es que sus titulares no tienen ningún empacho en llevarlas puestas cuando van al restaurante a la hora de comer. Se creen importantes porque les dejan llevar encima algo que contiene un distintivo. Saberse registrados, clasificados, marcados, les tranquiliza la conciencia. Da igual dónde les pongan el sello. Si al mediodía, en vez de ir a comer, van a follar, ¿también llevan puesta la tarjeta plastificada de identificación? Les podrían coser el distintivo en el prepucio. ¿Por qué han de tener más suerte que los toros? Los condenados a muerte por fusilamiento también llevan una especie de pegatina: les pegan o les cosen un distintivo blanco en el pecho, para que los asesinos puedan apuntar al corazón. A los presos de los campos de concentración, incluyendo a los niños, les grababan a fuego en la carne, en el antebrazo, el número de identificación. Pero también los torturadores de las SS llevaban un número grabado a fuego en la carne, pero algo más discreto, debajo de la axila. Los soldados tienen sus marcas de identificación, a fin de no confundir los vivos con los muertos ni los muertos entre sí. En los hospitales, los pacientes llevan en la muñeca pulseras de plástico con el nombre y el número de paciente, para que no le saquen a nadie el hígado en lugar del “apéndice, etcétera... Los recién nacidos también llevan esas pulseras de plástico.
A las puertas de los parques de atracciones de Estados Unidos hay hombres y mujeres jóvenes armados con sellos de tampón que estampan en el dorso de la mano de todo aquel que sale del parque de atracciones con la intención de volver a entrar. Aunque sólo vaya a mear. Por todas partes esos asquerosos sellos y pegatinas. En la comida y en los calzoncillos. También en las latas de cerveza, justo en el lugar en que se arranca el tirador de latón para beber. Te pegan la etiqueta del precio literalmente en la cerveza o el refresco. Te bebes el precio junto con el líquido. En el depósito, los cadáveres llevan puestas unas etiquetas de identificación, a veces en el dedo gordo del pie. Es todo la misma chatarra: precios, premios, condecoraciones, títulos, marcas al fuego, sellos, estampados, pegatinas. Aunque sólo sea un número: siempre será mejor que nada en absoluto. Un número le hace a uno sentir que pertenece a algo, a ser posible a un grupo, por supuesto. Incluso los grupos de montañistas que aspiran a coronar una cumbre van pegando, escribiendo, imprimiendo, cosiendo, entretejiendo por todas partes el nombre de su expedición. ¿Para quién? ¿Para el monte Everest, el Anapurna o el Ama Dablam? También en las regatas de veleros la gente se dedica a garrapatear por todas partes. Hasta en las mismísimas velas.
Por todas partes indicaciones, muletas, sillas de ruedas, perros lazarillos para una sociedad intelectual y espiritualmente atrofiada. Ofuscamiento, embrutecimiento. Engaño y alcahuetería.
Existen libros titulados Cómo ser escritor (yo mismo vi leer un libro así a un tipo con pinta de pocas luces mientras hacía cola en una oficina de registro de automóviles). Existen libros titulados Cómo cocinar patatas. Hay libros que explican «cómo morir». ¡Según ese tipo de Sacramento que siempre habla del «amor» en la televisión norteamericana, hay gente que por 20 dólares se presta a cogerle a uno de la mano en el momento de la muerte! En un poblacho de California hay una barraca con un gran letrero que reza CENTRO DE LA PAZ ¿Se puede comprar paz en ese local? Un rótulo en un chiringuito de comidas rápidas en la costa dice: SUMINISTRO DE COMIDA.
Hay «Centros para la comprensión» y «Centros recreativos». ¿Qué es eso? También lo he visto en los tugurios en los que se calientan y echan un trago las putas y los macarras. También en algunas sex-shops, Existen tarjetas de visita con la inscripción «evangelista». Seguro que también hay otras que dicen «poeta», «escultor», «pintor», «tratante de ganado» o «verdugo». Hay camisetas en las que se lee: «Soy uno de los pocos que no se han follado a Shelley Winters». Y hay camisetas en las que se lee: «Voy a coger una metralleta, me voy a ir a todos los países del mundo y voy a matar a toda la gente que pueda».
Las pegatinas son más baratas y más prácticas, se pueden pegar en cualquier sitio, normalmente en el coche. Cuando voy detrás de un coche de ésos, me pongo enfermo. Hay para todos: para los amigos de Jesucristo, el redentor. Para racistas. Para veteranos de guerra. Para militaristas. Para pacifistas. Para chistosos, etcétera. Para quedar bien, lo mejor es tener algo de todos: protestar, pasar por ingenioso, fresco, alegre, indignado, agresivo, amante de la paz, creyente, frívolo y odiar a todos los que no sean «del país». Algunos dicen: «Quiero a mi mujer», «Quiero a mis hijos», «Quiero a mi perro». ¿Hace falta pegar eso en el coche? ¿Tan singular resulta? ¿O es que los que pegan esas cosas en sus coches se piensan que a los demás no les pasa lo mismo? A ellos ¿qué les importa? ¿Se habrán parado a pensar alguna vez esos idiotas que a los demás les importa un comino lo que ellos van pregonando? ¿O es que forran sus coches de pegatinas para acallar su mala conciencia? O: «Abuela a bordo», o «Suegra a bordo». Estoy esperando ver a alguno con una pegatina que diga: «Gilipollas a bordo».
Cuanto más pugnan los humanos por el «entendimiento», menos entendimiento existe. Una vez, una chica me contó que su padre llevaba años sin hablar con su madre, y se limitaba a dejar o pegar notas en las que escribía lo que quería decirle. La chica me dijo también que su madre creía que el tipo se había vuelto loco. Peo no, no estaba loco: simplemente ya no le quedaba ninguna otra posibilidad de entendimiento. Por lo menos no era un bocazas, ni se pasaba el día soltando paridas sobre el entendimiento. De los premios y las condecoraciones a las camisetas y las pegatinas, pasando por los distintivos y las exhortaciones. Engendros de cerebros enfermos que van de basura en basura!
Pero, al fin y al cabo, lo que cuenta es hacerse notar. Que lo observen a uno. Tener algo que exhibir. Una marca prestigiosa. Da igual lo que se exhiba; la gente está dispuesta a pagar por ello con tal de poder lucir la marca. ¡Las indicaciones existen para ser obedecidas!

Un crítico de Nueva York escribió sobre mí, en alguna de esas revistas de Hollywood espantosamente imbéciles, faltas de talento y absolutamente insulsas, que yo tenía «calibre de Oscar». ¿Calibre? ¿Qué calibre? No creo que se refiriera a mi polla, porque sería como descubrir la sopa de ajo. ¿A qué debía de referirse?
Y luego esos eunucos a los que llaman directores (¿de dónde habrán sacado eso de que son directores?), esos salteadores de caminos y ladrones apostados en los vastos espacios de mi alma, como turistas que se llevan un trofeo a casa y afirman que «les costó mucho conseguirlo»: una cabeza reducida de los jíbaros de Perú, una piraña disecada, un sombrero de bambú de Vietnam, Matan a un elefante por sus colmillos, o para hacer un taburete o un gran cenicero con una pata, o para hacer pantallas de lámparas con su piel. ¿Por qué resulta tan aberrante confeccionar lámparas con piel humana? Apalean vivos a los cachorros de las focas hasta dejarlos convertidos en piltrafas sanguinolentas, porque la piel queda más brillante si se les quita en vida.
Volvamos al tema de los directores, esos mostrencos que intentan chulearme con sus pollas fláccidas. Esos fanfarrones altaneros, arrogantes y neuróticos que se empeñan en sacar música de mí y no hacen más que desafiarme. ¡No necesito perro lazarillo! ¡Ese impotente de Kubrik es capaz de repetir una toma ochenta o ciento veinte veces! Pero los pobres locos que le siguen la corriente no se merecen nada mejor. Una vez, en una entrevista que me hicieron para un periódico de Londres, dije que nunca podría rodar una película con él, porque el primer día del rodaje le daría una patada en el culo. Cuando lo leyó, se quedó con la boca abierta. Los perros lazarillos al menos son capaces de guiar a un ciego a través del tránsito callejero. ¡Pero los directores son sanguijuelas, parásitos! ¡Quieren exprimirme como a un tubo de pintura, pero no saben pintar! No saben manejar los colores fundamentales, no los dominan. Yo, en cambio, llevo dentro de mí los verdaderos paisajes. Los paisajes de todos los sentimientos, de todas las expresiones. Llevo dentro de mí los paisajes de todas las formas, que se transforman sin cesar. Llevo todos los mares dentro de mí, y todos los astros. Las nubes y todos los vientos. Soy música. Soy una ópera. Un aria. Una sinfonía. Soy notas. No quiero libros. Soy la novela. Soy poesía. Soy la fábula. Soy la supresión del tiempo. La supresión de los sexos. La supresión del bien y del mal. Llevo dentro de mí los paisajes de planetas enteros. Los paisajes del fondo de los mares. Los recorro a pie, los recorro volando. Soy un pez enorme. Un ave colosal. Soy el vuelo de todos los pájaros que atraviesan los aires. Estoy en lo hondo de la tierra, en los cristales, en los metales, en los minerales, en los manantiales de fuego de los volcanes. Vivo en las puntas de las raíces. En los rostros de los árboles. Me esparzo en los colores de las flores y las mariposas. Soy el olfato y el gusto de los grandes felinos. Soy la mirada de los lobos. Soy las venas hendidas de las rocas y el grito del hielo.

Los directores me roban la energía, pero se guardan cobardemente de mi infierno, de mis ruinas sangrientas.
Cuando quise rodar la película sobre Charryl Chessman, ¿qué director habría podido decir lo que aguantó Chessman (durante diez años) mientras esperaba su ejecución, que era aplazada una y otra vez (durante diez años) en el último instante? ¡Cuál de esos chacales sarnosos habría podido tener ni la menor idea de cómo sería la muerte de Chessman en la cámara de gas?!

Ninguno de esos a los que llaman directores ha conseguido jamás darme otra cosa que mierda y halitosis. Van propagando sus malas costumbres como enfermedades venéreas. Se hurgan la nariz y se rascan el culo. Se mueven como amputados. Lo único que han hecho con mi alma ha sido estuprarla. ¡¡Esos gansos que pretenden enseñarle a volar a un águila!! Herzog se considera una excepción, y le gustaría que esa verdad se difundiese por toda la tierra. Se considera una persona sensible, y es sólo porque yo le hago cerrar el pico y no le queda más remedio que pedirme que haga lo que yo quiero hacer. Está contentísimo de que yo haga lo que me da la gana, pues al muy inútil no se le ocurre absolutamente nada. Va por todo el mundo proclamando que soy un genio. Debe albergar la esperanza de que yo, como contrapartida, diga que él también lo es.

Y, además, están las ansias de rapiña de los directores, que pierden el culo por ingresar en su propia cuenta cualquier éxito, incluso aunque la película se alimente sólo de la fascinación que emana de un gran actor. Tienen la jeta de colocar su nombre por encima del título de la película, y persisten impunes en sus delirios de grandeza hasta el día en que algún distribuidor les parte la cara.
Aparte de su patológica fanfarronería, jamás consienten en que surja la sospecha de que el éxito de la película se debe a alguna otra persona. Herzog es el ejemplo más espeluznante de ello. Además de su envidia, propia de un chapucero sin talento, creo que está dispuesto a vengarse de mí porque le tengo dominado. Y sabe que, sin mí, él no vale una puñetera mierda. Me odia sin paliativos. Intenta negar mi existencia, algo que sólo puede ocurrírsele a un imbécil como él. ¡En un reportaje ilustrado de varias páginas sobre Aguirre, en la revista norteamericana RoIling Stone, no mencionó para nada mí nombre, y entre las abundantes fotos no había ni una sola mía! ¡Ni una sola foto de Aguirre! ¡La única razón de ser de la película, su alma! Desde Aguirre han pasado diecisiete años, ¡y en estos diecisiete años me ha estado estafando con el mayor descaro en los carteles de propaganda de todos los países del mundo! En muchos de esos carteles no aparece mi nombre. En otros, en letra muy pequeña.
Pero en todos los carteles el nombre de Herzog aparece por encima del título de la película, a pesar de que en cada contrato impongo la condición de que por encima del título aparezca mi nombre, y sólo mi nombre, y luego, por debajo del título de la película, el nombre de Herzog. La peor jugarreta me la hizo en Estados Unidos. La distribuidora cinematográfica de Nueva York me trajo orgullosa al hotel la primera prueba de imprenta del cartel de Woyzeck, en la que aparecía mi cara gritando y, cruzándola, el rótulo LA OBRA MAESTRA DE HERZOG, y luego Woyzeck. ¡Ni una palabra sobre mí!
En Francia también vi un cartel enorme de Aguirre sin mi nombre. Pero, como ya he dicho, la única solución es partirles la cara.
Hay que tener en cuenta que, en el mundo del cine, el hecho de mencionar expresamente un nombre se traduce en dinero contante y sonante. Porque, lo admitan o no, la mayoría de los productores tienen tan pocas luces que miden las exigencias salariales según el tamaño y la posición del nombre en los carteles, en la publicidad en salas de cine y en la pantalla. Además, me da asco que esa plaga de Herzog se propague de un modo tan pertinaz.
En una conferencia de prensa en Nueva York, un periodista le preguntó a Herzog cómo había escenificado el «ballet» de mis manos en Nosferatu. Justo en el momento en que Herzog iba a empezar a soltar la correspondiente sarta de asquerosas mentiras, le pegué una patada por debajo de la mesa a la que estábamos sentados y le gruñí entre dientes que no se atreviera a decir ni mu, pues de lo contrario yo pregonaría la verdad a los cuatro vientos. Durante el rodaje de Nosferatu se había dedicado a lamerme el culo, sin que viniera a cuento, cada vez que yo rodaba una escena completa sin haber consentido que abriera la boca para soltar sus paridas, es más, ni siquiera para expresar vagamente algún deseo. En pocas palabras: como siempre, le había hecho cerrar el pico. Saltaba de alegría cada vez que yo hacía algo que a él jamás se le habría ocurrido, por más que después afirmara lo contrario, o sea, que yo lo hacía todo exactamente como él se lo había imaginado en su primera versión; llegó a decir la estupidez de que entre nosotros había «telepatía». De esa manera, con sus mentiras y sus engañifas, les ha metido en la cabeza a la gente, en muchos países, y también en Estados Unidos, que él, Herzog, es el «creador» de las películas Aguirre, Nosferatu, Woyzeck, Fitzcarraldo y Cobra Verde. Pero su mentira más espeluznante es eso que va diciendo de que durante el rodaje de Corazón de cristal hipnotizó a los actores. Por lo demás, esa película es un coñazo insoportable y un fiasco total. Y luego hace rodar un documental sobre su persona, en el que aparece comiendo zapatos. ¿A qué vendrá eso? ¡¿Y a quién puede interesarle?!

Klaus Kinski: Nikolaus Günther Nakszynski, actor, nacido en 1926, Sopot, Alemania, actualmente Gdansk, Polonia, muerto en California en 1991. (Fragmento de «Yo Necesito Amor», sus memorias)

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