14.7.11

EL CUENTO DEL NIÑO MALO

Mark Twain, Escritor y Periodista Estadounidense (1835-1910)
Había una vez un niño malo cuyo nombre era Jim. Si uno es observador advertirá que en los libros de cuentos ejemplares que se leen en clase de religión los niños malos casi siempre se llaman James. Era extraño que éste se llamara Jim, pero qué le vamos a hacer si así era.

Otra cosa peculiar era que su madre no estuviese enferma, que no tuviese una madre piadosa y tísica que habría preferido yacer en su tumba y descansar por fin, de no ser por el gran amor que le profesaba a su hijo, y por el temor de que, una vez se hubiese marchado, el mundo sería duro y frío con él.

La mayor parte de los niños malos de los libros de religión se llaman James, y tienen la mamá enferma, y les enseñan a rezar antes de acostarse, y los
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arrullan para que se duerman con su voz dulce y lastimera; luego les dan el beso de las buenas noches y se arrodillan al pie de la cabecera a sollozar. Pero en el caso de este muchacho las cosas eran diferentes: se llamaba Jim, y su mamá no estaba enferma, ni tenía tuberculosis ni nada por el estilo.

Antes por el contrario, la mujer era fuerte y muy poco religiosa; es más, no se preocupaba por Jim. Decía que si se partiera la nuca no se perdería gran cosa. Sólo conseguía acostarlo a punta de cachetadas, y jamás le daba el beso de las buenas noches; antes bien, al salir de su alcoba le jalaba las orejas.

Este niño malo se robó una vez las llaves de la despensa, se metió a hurtadillas en ella, se comió la mermelada y llenó el frasco de brea para que su madre no se diera cuenta de lo que había hecho; pero acto seguido... no se sintió mal, ni oyó una vocecilla susurrarle al oído: “¿Te parece bien hacerle eso a tu madre? ¿No es acaso pecado? ¿Adónde van los niños malos que se engullen la mermelada de su santa madre?”, ni tampoco, ahí solito, se hincó de rodillas y prometió no volver a hacer fechorías, ni se levantó, con el corazón liviano, pletórico de dicha, ni fue a contarle a su madre cuanto había hecho y a pedirle perdón, ni recibió su bendición acompañada de lágrimas de orgullo y de gratitud en los ojos. No; este tipo de cosas les sucede a los niños malos de los libros; pero a Jim le pasó algo muy diferente: se devoró la mermelada, y dijo, con su modo de expresarse, tan pérfido y vulgar, que estaba “de rechupete”; metió la brea, y dijo que ésta también estaría de rechupete, y muerto de la risa pensó que cuando la vieja se levantara y descubriera su artimaña, iba a llorar de la rabia. Y cuando, en efecto, la descubrió, aunque se hizo el que nada sabía, ella le pegó tremendos correazos, y fue él quien lloró.

Una vez se encaramó en un árbol, donde Acorn, el granjero, a robar manzanas, y la rama no se quebró, ni se cayó él, ni se quebró el brazo, ni el enorme perro del granjero le destrozó la ropa, ni languideció en su lecho de enfermo durante varias semanas, ni se arrepintió, ni se volvió bueno. Oh, no; robó todas las manzanas que quiso y descendió sano y salvo; se quedó esperando al cachorro, y cuando éste lo atacó, le pegó un ladrillazo. Qué raro... nada así acontece en esos libros sentimentales, de lomos jaspeados e ilustraciones de hombres en sacoleva, sombrero de copa y pantalones hasta las rodillas, y de mujeres con vestidos que tienen la cintura debajo de los brazos, y que no se ponen aros en el miriñaque. Nada parecido a lo que sucede en la clase de religión.

Una vez le robó el cortaplumas al profesor, y temiendo ser descubierto y castigado, se lo metió en la cachucha a George Wilson... el pobre hijo de la viuda Wilson, el niño sanote, el niñito bueno del pueblo, el que siempre obedecía a su madre, el que jamás decía una mentira, al que le encantaba estudiar y le fascinaban las clases de religión de los domingos. Y cuando se le cayó la navaja de la gorra, y el pobre George agachó la cabeza y se sonrojó, como sintiéndose culpable, y el maestro ofendido lo acusó del robo, y ya iba a dejar caer la vara de castigo sobre sus hombros temblorosos, no apareció de pronto para pasmo de todos, un juez de paz de peluca blanca, que dijera indignado: “No castigue usted a este noble muchacho... ¡Aquél es el solapado culpable!: pasaba yo junto a la puerta del colegio en el recreo, y aunque nadie me vio, yo sí fui testigo del robo”. Y, así, a Jim no lo reprendieron, ni el venerable juez les leyó un sermón a los compungidos colegiales, ni se llevó a George de la mano y dijo que tal muchacho merecía un premio, ni le pidió después que se fuera a vivir con él para que le barriera el despacho, le encendiera el fuego, hiciera sus recados, picara leña, estudiara leyes, le ayudara a su esposa con las labores hogareñas, empleara el resto del tiempo jugando, se ganara cuarenta centavos mensuales y fuera feliz. No; en los libros habría sucedido así, pero eso no le pasó a Jim. Ningún entrometido vejete de juez pasó y armó un lío, de manera que George, el niño modelo, recibió su buena zurra y Jim se regocijó porque, como bien lo saben ustedes, detestaba a los muchachos sanos, y decía que éste era un imbécil. Tal era el grosero lenguaje de este muchacho malo y negligente.

Pero lo más extraño que le sucediera jamás a Jim fue que un domingo salió en un bote y no se ahogó; y otra vez, atrapado en una tormenta cuando pescaba, también en domingo, no le cayó un rayo. Vaya, vaya; podría uno ponerse a buscar en todos los libros de moral, desde este momento hasta las próximas Navidades, y jamás hallaría algo así. Oh, no; descubriría que indefectiblemente cuanto muchacho malo sale a pasear en bote un domingo se ahoga: y a cuantos los atrapa una tempestad cuando pescan los domingos infaliblemente les cae un rayo. Los botes que llevan muchachos malos siempre se vuelcan en domingo, y siempre hay tormentas cuando los muchachos malos salen a pescar en sábado. No logro comprender cómo diablos se escapó este Jim. ¿Será que estaba hechizado? Sí..., ésa debe ser la razón.

Nada malo le pasaba. Llegó incluso hasta el extremo de darle una tableta de tabaco a un elefante del zoológico, y éste no le dio en la cabeza con la trompa. Esculcó la despensa buscando esencia de hierbabuena, y no se equivoco ni se tomó el ácido muriático. Robó el arma de su padre y salió a cazar el sábado, y no se voló tres o cuatro dedos. Se enojó y le pegó un puñetazo a su hermanita en la sien, y ella no quedó enferma, ni sufriendo durante muchos y muy largos días de verano, ni murió con tiernas palabras de perdón en los labios, que redoblaran la angustia del corazón roto del niño. Oh, no; la niña recuperó su salud.

Al cabo del tiempo, Jim escapó y se hizo a la mar, y al volver no se encontró solo y triste en este mundo porque todos sus seres amados reposaran ya en el cementerio, y el hogar de su juventud estuviera en decadencia, cubierto de hiedra y todo destartalado. Oh, no; volvió a casa borracho como una cuba y lo primero que le tocó hacer fue presentarse a la comisaría.

Con el paso del tiempo se hizo mayor y se casó, tuvo una familia numerosa; una noche los mató a todos con un hacha, y se volvió rico a punta de estafas y fraudes. Hoy en día es el canalla más pérfido de su pueblo natal, es universalmente respetado y es miembro del Concejo Municipal. Fácil es ver que en los libros de religión jamás hubo un James malo con tan buena estrella como la de este pecador de Jim con su vida encantadora.

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26.7.09

MUERTE SIN FIN

José Gorostiza, poeta mexicano (1901-1973)


Conmigo está el consejo y el ser: yo
soy la inteligencia; mía es la fortaleza
PROVERBIOS, 8, 14

Con él estaba yo ordenándolo todo;y
fui su delicia todos los días, teniendo
solaz delante de él en todo tiempo.
PROVERBIOS, 8, 30

Mas el que peca contra mí defrauda
su alma; todos los que me aborrecen
aman la muerte.
PROVERBIOS, 8, 36




LLENO DE MI, sitiado en mi epidermis
por un dios inasible que me ahoga,
mentido acaso
por su radiante atmósfera de luces
que oculta mi conciencia derramada,
mis alas rotas en esquirlas de aire,
mi torpe andar a tientas por el lodo;
lleno de mí —ahíto— me descubro
en la imagen atónita del agua,
que tan sólo es un tumbo inmarcesible,
un desplome de ángeles caídos
a la delicia intacta de su peso,
que nada tiene
sino la cara en blanco
hundida a medias ya, como una risa agónica,
en las tenues holandas de la nube
y en los funestos cánticos del mar
—más resabio de sal o albor de cúmulo
que sola prisa de acosada espuma.
No obstante —oh paradoja— constreñida
por el rigor del vaso que la aclara,
el agua toma forma.
En él se asienta, ahonda y edifica,
cumple una edad amarga de silencios
y un reposo gentil de muerte niña,
sonriente, que desflora
un más allá de pájaros
en desbandada.
En la red de cristal que la estrangula,
allí, como en el agua de un espejo,
se reconoce;
atada allí, gota con gota,
marchito el tropo de espuma en la garganta
¡qué desnudez de agua tan intensa,
qué agua tan agua,
está en su orbe tornasol soñando,
cantando ya una sed de hielo justo!
¡Mas qué vaso —también— más providente
éste que así se hinche
como una estrella en grano,
que así, en heroica promisión, se enciende
como un seno habitado por la dicha,
y rinde así, puntual,
una rotunda flor
de transparencia al agua,
un ojo proyectil que cobra alturas
y una ventana a gritos luminosos
sobre esa libertad enardecida
que se agobia de cándidas prisiones!
Leer Poema Completo

¡MAS QUÉ vaso —también— más providente!
Tal vez esta oquedad que nos estrecha
en islas de monólogos sin eco,
aunque se llama Dios,
no sea sino un vaso
que nos amolda el alma perdidiza,
pero que acaso el alma sólo advierte
en una transparencia acumulada
que tiñe la noción de Él, de azul.
El mismo Dios,
en sus presencias tímidas,
ha de gastar la tez azul
y una clara inocencia imponderable,
oculta al ojo, pero fresca al tacto,
como este mar fantasma en que respiran
—peces del aire altísimo—
los hombres.
¡Sí, es azul! ¡Tiene que ser azul!
Un coagulado azul de lontananza,
un circulante amor de la criatura,
en donde el ojo de agua de su cuerpo
que mana en lentas ondas de estatura
entre fiebres y llagas;
en donde el río hostil de su conciencia
¡agua fofa, mordiente, que se tira,
ay, incapaz de cohesión al suelo!
en donde el brusco andar de la criatura
amortigua su enojo,
se redondea
como una cifra generosa,
se pone en pie, veraz, como una estatua.
¿Qué puede ser —si no— si un vaso no?
Un minuto quizá que se enardece
hasta la incandescencia,
que alarga el arrebato de su brasa,
ay, tanto más hacia lo eterno mínimo
cuanto es más hondo el tiempo que lo colma.
Un cóncavo minuto del espíritu
que una noche impensada,
al azar
y en cualquier escenario irrelevante
—en el terco repaso de la acera,
en el bar, entre dos amargas copas
o en las cumbres peladas del insomnio—
ocurre, nada más, madura, cae
sencillamente,
como la edad, el fruto y la catástrofe.
¿También —mejor que un lecho— para el agua
no es un vaso el minuto incandescente
de su maduración?
Es el tiempo de Dios que aflora un día,
que cae, nada más, madura, ocurre,
para tornar mañana por sorpresa
en un estéril repetirse inédito,
como el de esas eléctricas palabras
—nunca aprehendidas,
siempre nuestras—
que aluden el amor de la memoria,
pero que a cada instante nos sonríen
desde sus claros huecos
en nuestras propias frases despobladas.
Es un vaso de tiempo que nos iza
en sus azules botareles de aire
y nos pone su máscara grandiosa ay,
tan perfecta,
que no difiere un rasgo de nosotros.
Pero en las zonas ínfimas del ojo,
en su nimio saber,
no ocurre nada, no, sólo esta luz,
esta febril diafanidad tirante,
hecha toda de pura exaltación,
que a través de su nítida substancia
nos permite mirar,
sin verlo a Él, a Dios,
lo que detrás de Él anda escondido:
el tintero, la silla, el calendario
—¡todo a voces azules el secreto
de su infantil mécanica—
en el instante mismo que se empeñan
en el tortuoso afán del universo.



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PERO en las zonas ínfimas del ojo
no ocurre nada, no, sólo esta luz
—ay, hermano Francisco,
esta alegría,
única, riente claridad del alma.
Un disfrutar en corro de presencias,
de todos los pronombres —antes turbios
por la gruesa efusión de su egoísmo—
de mí y de Él y de nosotros tres
¡siempre tres!
mientras nos recreamos hondamente
en este buen candor que todo ignora,
en esta aguda ingenuidad del ánimo
que se pone a soñar a pleno sol
y sueña los pretéritos de moho,
la antigua rosa ausente
y el promedio fruto de mañana,
como un espejo del revés, opaco,
que al consultar la hondura de la imagen
le arrancara otro espejo por respuesta.
Mirad con qué pueril austeridad graciosa
distribuye los mundos en el caos,
los echa a andar acordes como autómatas;
al impulso didáctico del índice
oscuramente
¡hop!
los apostrofa
y saca de ellos cintas de sorpresas
que en un juego sinfónico articula,
mezclando en la insistencia de los ritmos
¡planta-semila-planta!
¡planta-semila-planta!
su tierna brisa, sus follajes tiernos,
su luna azul, descalza, entre la nieve,
sus mares plácidos de cobre
y mil y un encantadores gorgoritos.
Después, en un crescendo insostenible,
mirad cómo dispara cielo arriba,
desde el mar,
el tiro prodigioso de la carne
que aún a la alta nube menoscaba
con el vuelo del pájaro,
estalla en él como un cohete herido
y en sonoras estrellas precipita
su desbandada pólvora de plumas.



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MAS EN la médula de esta alegría,
no ocurre nada, no;
sólo un cándido sueño que recorre
las estaciones todas de su ruta
tan amorosamente
que no elude seguirla a sus infiernos,
ay, y con qué miradas de atropina,
tumefactas e inmóviles, escruta
el curso de la luz, su instante fúlgido,
en la piel de una gota de rocío;
concibe el ojo
y el intangible aceite
que nutre de esbeltez a la mirada;
gobierna el crecimiento de las uñas
y en la raíz de la palabra esconde
el frondoso discurso de ancha copa
y el poema de diáfanas espigas.
Pero aún más —porque en su cielo impío
nada es tan cruel como este puro goce—
somete sus imágenes al fuego
de especiosas torturas que imagina
—las infla de pasión,
en el prisma del llanto las deshace,
las ciega con lustre de un barniz,
las satura de odios purulentos,
rencores zánganos
como una mala costra,
angustias secas como la sed del yeso.
Pero aún más —porque, inmune a la mácula,
tan perfecta crueldad no cede a límites—
perfora a la substancia de su gozo
con rudos alfileres;
piensa el tumor, la úlcera y el chancro
que habrán de festonar la tez pulida,
toma en su mano etérea a la criatura
y la enjuta, la hincha o la demacra,
como a un copo de cera sudorosa,
y en un ilustre hallazgo de ironía
la estrecha enternecido
con los brazos glaciales de la fiebre.



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MAS NADA ocurre, no, sólo este sueño
desorbitado
que se mira a sí mismo en plena marcha;
presume, pues, su termino inminente
y adereza en el acto
el plan de su fatiga,
su justa vacación,
su domingo de gracia allá en el campo,
al fresco albor de las camisas flojas.
¡Qué trebolar mullido, qué parasol de niebla,
se regala en el ánimo
para gustar la miel de sus vigilias!
Pero el ritmo es su norma, el solo paso,
la sola marcha en círculo, sin ojos;
así, aun de su cansancio, extrae
¡hop!
largas cintas de sorpresas
que en un constante perecer enérgico,
en un morir absorto,
arrasan sin cesar su bella fábrica
hasta que —hijo de su misma muerte,
gestado en la aridez de sus escombros—
siente que su fatiga se fatiga,
se erige a descansar de su descanso
y sueña que su sueño se repite,
irresponsable, eterno,
muerte sin fin de una obstinada muerte,
sueño de garza anochecido a plomo
que cambia sí de pie, mas no de sueño,
que cambia sí la imagen,
mas no la doncellez de su osadía
¡oh inteligencia, soledad en llamas!
que lo consume todo hasta el silencio,
sí, como una semilla enamorada
que pudiera soñarse germinando,
probar en el rencor de la molécula
el salto de las ramas que aprisiona
y el gusto de su fruta prohibida,
ay, sin hollar, semilla casta,
sus propios impasibles tegumentos.



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¡OH INTELIGENCIA, soledad en llamas,
que todo lo concibe sin crearlos!
Finge el calor del lodo,
su emoción de substancia adolorida,
el iracundo amor que lo embellece
y lo encumbra más allá de las alas
a donde sólo el ritmo
de los luceros llora,
mas no le infunfe el soplo que lo pone en pie
y permanece recreándose en sí misma,
única en Él, inmaculada, sola en Él,
reticencia indecible,
amoroso temor de la materia,
angélico egoísmo que se escapa
como un grito de júbilo sobre la muerte
—oh inteligencia, parámo de espejos!
helada emanación de rosas pétreas
en la cumbre de un tiempo paralítico;
pulso sellado;
como una red de arterias temblorosas,
hermético sistema de eslabones
que apenas se apresura o se retarda
según la intensidad de su deleite;
abstinencia angustiosa
que presume el dolor y no lo crea,
que escucha ya en la estepa de sus tímpanos
retumbar el gemido del lenguaje
y no lo emite;
que nada más absorbe las esencias
y se mantiene así, rencor sañudo,
una, exquisita, con su dios estéril,
sin alzar entre ambos
la sorda pesadumbre de la carne,
sin admitir en su unidad perfecta
el escarnio brutal de esa discordia
que nutren vida y muerte inconciliables,
siguiéndose una a otra
como el día y la noche,
y una y otra acampadas en la célula
como en un tardo tiempo de crepúsculo,
ay, una nada más, estéril, agria,
con Él, conmigo, con nosotros tres;
como el vaso y el agua, sólo una
que reconcentra su silencio blanco
en la orilla letal de la palabra
y en la inminencia misma de la sangre.

¡ALELUYA, ALELUYA!

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IZA LA flor su enseña,
agua, en el prado.
¡Oh, qué mercadería
de olor alado!

¡Oh, qué mercadería
de tenue olor!
¡cómo inflama los aires
con su rubor!

¡Qué anegado de gritos
está el jardín!
"¡Yo, el heliotropo, yo!"
"¿Yo? El jazmín".

Ay, pero el agua,
ay, si no huele a nada.

Tiene la noche un árbol
con frutos de ámbar;
tiene una tez la tierra,
ay, de esmeraldas.

El tesón de la sangre
anda de rojo;
anda de añil el sueño;
la dicha, de oro.

Tiene el amor feroces
galgos morados;
pero también sus mieses,
también sus pájaros.

Ay, pero el agua,
ay si no luce a nada.

Sabe a luz, a luz fría,
sí, la manzana.
¡Qué amanecida fruta
tan de mañana!

¡Qué anochecido sabes,
tu, sinsabor!
¡cómo pica en la entraña
tu picaflor!

Sabe la muerte a tierra,
la angustia a hiel.
Este morir a gotas
me sabe a miel.

Ay, pero el agua,
ay, si no sabe a nada.

[BAILE]
Pobrecilla del agua,
ay, que no tiene nada,
ay, amor, que se ahoga,
ay, en un vaso de agua.


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EN EL rigor del vaso que la aclara,
el agua toma forma
—ciertamente.
Trae una sed de siglos en los belfos,
una sed fría, en punta, que ara cauces
en el sueño moroso de la tierra,
que perfora sus miembros florecidos,
como una sangre cáustica,
incendiándolos, ay abriendo en ellos]
desapacibles úlceras de insomnio.
Más amor que sed; más que amor, idolatría,
dispersión de criatura estupefacta
ante el fulgor que blande
—germen del trueno olímpico— la forma
en sus netos contornos fascinados,
¡Idolatría, si , idolatría!
Mas no le basta el ser un puro salmo,
un ardoroso incienso de sonido;
quiere, además, oírse.
Ni le basta tener sólo reflejos
—briznas de espuma
para el ala de luz que en ella anida;
quiere, además, un tálamo de sombra,
un ojo para mirar el ojo que la mira.
En el lago, en la charca, en el estanque,
en la entumida cuenca de la mano,
se consuma este rito de eslabones,
este enlace diabólico
que encadena el amor a su pecado.
En el nítido rostro sin facciones
el agua, poseída,
siente cuajar la máscara de espejos
que el dibujo del vaso le procura.
Ha encontrado, por fin,
en su correr sonámbulo,
una bella, puntual fisonomía.
Ya puede estar de pie frente a las cosas.
Ya es, ella también, aunque por arte
de estas limpias metáforas cruzadas,
un encendido vaso de figuras.
El camino, la barda, los castaños,
para durar el tiempo de una muerte
gratuita y prematura, pero bella,
ingresan por su impulso
en el suplicio de la imagen propia
y en medio del jardín, bajo las nubes,
descarnada lección de poesía
instalan un infierno alucinante.



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PERO el vaso en sí mismo no se cumple.
Imagen de una deserción nefasta
¿qué esconde en su rigor inhabitado,
sino esta triste claridad a ciegas,
sino esta tentaleante lucidez?
Tenedlo ahí, sobre la mesa, inútil.
Epigrama de espuma que se espiga
ante un auditorio anestesiado,
incisivo clamor que la sordera
tenaz de los objetos amordaza,
flor mineral que se abre para adentro
hacia su propia luz,
espejo ególatra
que se absorbe a sí mismo contemplándose.
Hay algo en él, no obstante, acaso un alma,
el instinto augural de las arenas,
una llaga tal vez que debe al fuego,
en donde le atosiga su vacío.
Desde este erial aspira a ser colmado.
En el agua, en el vino, en el aceite,
articula el guión de su deseo;
se ablanda, se adelgaza;
ya su sobrio dibujo se le nubla,
ya, embozado en el giro de un relfejo,
en un llanto de luces se liquida.



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MAS LA forma en sí misma no se cumple.
Desde su insigne trono faraónico
magnánima,
deífica,
constelada de epítetos esdrújulos,
rige con hosca mano de diamante.
Está orgullosa de su orondo imperio.
¿En las augustas pituitarias de ónice
no juega, acaso, el encendido aroma
con que arde a sus pies la poesía?
¡Ilusión, nada más, gentil narcótico
que puebla de fantasmas los sentidos!
Pues desde ahí donde el dolor emite
¡oh turbio sol de pobre!
el esmerado brillo que lo embosca,
ay, desde ahí, presume la materia
que apenas cuaja su dibujo estricto
y ya es un jardín de huellas fósiles,
estruendoso fanal,
rojo timbre de alarma en los cruceros
que gobierna la ruta hacia otras formas.
La rosa edad que esmalta su epidermis
—senil recién nacida—
envejece por dentro a grandes siglos.
Trajo puesta la proa a lo amarillo.
El aire se coagula entre sus poros
como un sudor profuso
que se anticipa a destilar en ellos
una esencia de rosas subterráneas.
Los crudos garfios de su muerte suben,
como musgo, por grietas inasibles,
ay, la hostigan con tenues mordeduras
y abren hueco por fin a aquel minuto
—¡miradlo en la lenteja del reloj,
neto, puntual, exacto,
correrse un eslabón cada minuto!—
cuando al soplo infantil de un parpadeo,
la egregia masa de ademán ilustre
podrá caer de golpe hecha cenizas.



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NO OBSTANTE —por qué no?— también en ella
tiene un rincón el sueño,
árido paraíso sin manzana
donde suele escaparse de su rostro,
por el rostro marchito del espectro
que engendra, aletargada, su costilla.
El vaso de agua es el momento justo.
En su audaz evasión se transfigura,
tuerce la órbita de su destino
y se arrastra en secreto hacia lo informe.
La rapiña del tacto no se ceba
—aquí, en el sueño inhóspito—
sobre el templado nácar de su vientre,
ni la flauta Don Juan quela requiebra
musita su cachonda serenata.
El sueño es cruel,
ay, punza, roe, quema, sangra, duele.
Tanto ignora infusiones como ungüentos.
En los sordos martillos que la alfigen
la forma da en el gozo de la llaga
y el oscuro deleite del colapso.
Temprana madre de esa muerte niña
que nutre en sus escombros paulatinos,
anhela que se hundan sus cimientos
bajo sus plantas, ay, entorpecidas
por una espesa lentitud de lodo;
oye nacer el trueno del derrumbe;
siente que su materia se derrama
en un prurito de ácidas hormigas;
que, ya sin peso, flota
y en un claro silencio se deslíe.
Por un aire de espejos inminentes
¡oh impalpables derrotas del delirio!
cruza entonces, a verlas desgarradas,
la airosa teoría de una nube.



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EN LA red de cristal que la estrangula,
el agua toma forma,
la bebe, sí, en el módulo del vaso,
para que éste también se transfigure
con el temblor del agua estrangulada
que sigue allí, sin voz, marcando el pulso
glacial de la corriente.
Pero el vaso
—a su vez—
cede a la informe condición del agua
a fin de que —a su vez— la forma misma,
la forma en sí, que está en el duro vaso
sosteniendo el rencor de su dureza
y está en el agua de aguijada espuma
como presagio cierto de reposo,
se pueda sustraer al vaso de agua;
un instante, no más,
no más que el mínimo
perpetuo instante del quebranto,
cuando la forma en sí, la pura forma
se abandona al designio de su muerte
y se deja arrastrar, nubes arriba,
por ese atormentado remolino
en que los seres todos se repliegan
hacia el sopor primero,
a constriur el escenario de la nada.
Las estrellas entonces ennegrecen.
Han vuelto al dardo insomne
a la noche perfecta de su aljaba.



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PORQUE en el lento instante del quebranto,
cuando los seres todos se repliegan
hacia el sopor primero
y en la pira arrogante de la forma
se abrasan, consumidos por su muerte
—¡ay, ojos, dedos, labios,
etéreas llamas del atroz incendio!—
el hombre ahoga con sus manos mismas,
en un negro sabor de tierra amarga,
los himnos claros y los roncos trenos
con que cantaba la belleza,
entre tambores de gangoso idioma
y esbeltos címbalos que dan al aire
sus golondrinas de latón agudo;
ay, los trenos e himnos que loaban
la rosa marinera
que consuma el periplo del jardín
con sus velas henchidas de fragancia;
y el malsano crepúsculo de herrumbre,
amapola del aire lacerado
que se pincha en las púas de un gorjeo;
y la febril estrella, lis de calosfrío,
punto sobre las íes
de las tinieblas;
y el rojo cáliz del pezón macizo,
sola flor de granado
en la cima angustiosa del deseo,
y la mandrágora del sueño amigo
que crece en los escombros cotidianos
—ay, todo el esplendor de la belleza
y el bello amor que la concierta toda
en un orbe de imanes arrobados.



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PORQUE el tambor rotundo
y las ricas bengalas que los címbalos
tremolan en la altura de los cantos,
se anegan, ay, en un sabor de tierra amarga,
cuando el hombre descubre en sus silencios
que su hermoso lenguaje se le agosta,
se le quema —confuso— en la garganta,
exhausto de sentido;
ay, su aéreo lenguaje de colores,
que así se jacta del matiz estricto
en el humo aterrado de sus sienas
o en el sol de sus tibios bermellones;
él, que discurre en la ansiedad del labio
como una lenta rosa enamorada;
él, que cincela sus celos de paloma
y modula sus látigos feroces;
que salta en sus caídas
con un ruidoso síncope de espumas;
que prolonga el insomnio de su brasa
en las mustias cenizas del oído;
que oscuramente repta
e hinca enfurecido la palabra
de hiel, la tuerta frase de ponzoña;
él, que labra el amor del sacrificio
en columnas de ritmos espirales,
sí, todo él, lenguaje audaz del hombre,
se le ahoga —confuso— en la garganta
y de su gracia original no queda
sino el horror de un pozo desecado
que sostiene su mueca de agonía.



--------------------------------------------------------------------------------

PORQUE el hombre descubre en sus silencios
que su hermoso lenguaje se le agosta
en el minuto mismo del quebranto,
cuando los peces todos
que en cautelosas órbitas discurren
como estrellas de escamas, diminutas,
por la entumida noche submarina,
cuando los peces todos
y el ulises salmón de los regresos
y el delfín apolíneo, pez de dioses,
deshacen su camino hacia las algas;
cuando el tigre que huella
la castidad del musgo
con secretas pisadas de resorte
y el bóreas de los ciervos presurosos
y el cordero Luis XV, gemebundo,
y el léon babilónico
que añora el alabastro de los frisos
—¡flores de sangre, eternas,
en el racimo inmemorial de las especies!—
cuando todos inician el regreso
a sus mudos letargos vegetales;
cuando la aguda alondra se deslíe
en el agua del alba,
mientras las aves todas
y el solitario búho que medita
con su antifaz de fósforo en la sombra,
la golondrina de escritura hebrea
y el pequeño gorrión, hambre en la nieve,
mientras todas las aves se disipan
en la noche enroscada del reptil;
cuando todo —por fin— lo que anda o repta
y todo lo que vuela o nada, todo,
se encoge en un crujir de mariposas,
regresa a su orígenes y al origen fatal de sus orígenes,
hasta que su eco mismo se reinstala
en el primer silencio tenebroso.



--------------------------------------------------------------------------------

PORQUE los bellos seres que transitan
por el sopor añoso de la tierra
—¡trasgos de sangre, libres,
en la pantalla de su sueño impuro!—
todos se dan a un frenesí de muerte,
ay, cuando el sauce
acumula su llanto
para urdir la substancia de un delirio
en que —¡tú! ¡yo! ¡nosotros!— de repente,
a fuerza de atar nombres destemplados,
ay, no le queda sino el tronco prieto,
desnudo de oración ante su estrella;
cuando con él, desnudos, se sonrojan
el álamo temblón de encanecida barba
y el eucalipto rumoroso,
témpano de follaje
y tornillo sin fin de la estatura
que se pierde en las nubes, persiguiéndose;
y también el cerezo y el durazno
en su loca efusión de adolescentes
y la angustia espantosa de la ceiba
y todo cuanto nace de raíces,
desde el heroico roble
hasta la impúbera
menta de boca helada;
cuando las plantas de sumisas plantas
retiran el ramaje presuntuoso,
se esconden en sus ásperas raíces
y en la acerba raíz de sus raices
y presas de un absurdo crecimiento
se desarrollan hacia la semilla,
hasta quedar inmóviles
¡oh cementerios de talladas rosas!
en los duros jardines de la piedra.



--------------------------------------------------------------------------------

PORQUE desde el anciano roble heroico
hasta la impúbera
menta de boca helada,
ay, todo cuanto nace de raíces
establece sus tallos paralíticos
en los duros jardines de la piedra,
cuando el rubí de angélicos melindres
y el diamante iracundo
que fulmina a la luz con un reflejo,
más el ario zafir de ojos azules
y la geórgica esmeralda que se anega
en el abril de su robusta clorofila,
una a una, las piedras delirantes,
con sus lindas hermanas cenicientas,
turquesa, lapislázuli, alabastro,
pero también el oro prisionero
y la plata de lengua fidedigna,
ingenua ruiseñor de los metales
que se ahoga en el agua de su canto;
cuando las piedras finas
y los metales exquisitos, todos,
regresan a sus nidos subterráneos
por las rutas candentes de la llama,
ay, ciegos de su lustre,
ay, ciegos de su ojo,
que el ojo mismo,
como un siniestro pájaro de humo
en su aterida combustión se arranca.



--------------------------------------------------------------------------------

PORQUE raro metal o piedra rara,
así como la roca escueta, lisa,
que figura castillos
con sólo naipes de aridez y escarcha,
y así la arena de arrugados pechos
y el humus maternal de entraña tibia,
ay, todo se consume
con un mohíno crepitar de gozo,
cuando la forma en sí, la forma pura,
se entrega a la delicia de su muerte
y en su sed de agotarla a grandes luces
apura en una llama
el aceite ritual de los sentidos,
que sin labios, sin dedos, sin retinas,
sí, paso a paso, muerte a muerte, locos,
se acogen a sus túmidas matrices,
mientras unos a otros se devoran
al animal, la planta
a la planta, la piedra
a la piedra, el fuego
al fuego, el mar
al mar, la nube
a la nube, el sol
hasta que todo este fecundo río
de enamorado semen que conjuga,
inaccesible al tedio,
el suntuoso caudal de su apetito,
no desembca en sus entrañas mismas,
en el acre silencio de sus fuentes,
entre un fulgor de soles emboscados,
en donde nada es ni nada está,
donde el sueño no duele,
donde nada ni nadie, nunca, está muriendo
y solo ya, sobre las grandes aguas,
flota el Espíritu de Dios que gime
con un llanto más llanto aún que el llanto,
como si herido —¡ay, Él también!— por un cabello,
por el ojo en almendra de esa muerte
que emana de su boca,
hubiese al fin ahogado su palabra sangrienta.

¡ALELUYA, ALELUYA!

--------------------------------------------------------------------------------

¡TAN-TAN! ¿Quién es? Es el Diablo,
es una espesa fatiga,
un ansia de trasponer
estas lindes enemigas,
este morir incesante,
tenaz, esta muerte viva,
¡oh Dios! que te está matando
en tus hechuras estrictas,
en las rosas y en las piedras,
en las estrellas ariscas
y en la carne que se gasta
como un hoguera encendida,
por el canto, por el sueño,
por el color de la vista.

¡Tan-tan! ¿Quién es? Es el Diablo,
ay, una ciega alegría,
un hambre de consumir
el aire que se respira,
la boca, el ojo, la mano;
estas pungentes cosquillas
de disfrutarnos enteros
en sólo un golpe de risa,
ay, esta muerte insultante,
procaz, que nos asesina
a distancia, desde el gusto
que tomamos en morirla,
por una taza de té,
por una apenas caricia.

¡Tan-tan! ¿Quién es? Es el Diablo,
es una muerte de hormigas
incansables, que pululan
¡oh Dios sobre tus astillas,
que acaso ta han muerto allá,
siglos de edades arriba,
sin advertirlo nosotros,
migajas, borra, cenizas
de ti, que sigues presente
como una estrella mentida
por su sola luz, por una
luz sin estrella, vacía,
que llega al mundo escondiendo
su catástrofe infinita.

[BAILE]
Desde mis ojos insomnes
mi muerte me está acechando,
me acecha, sí, me enamora
con su ojo lánguido.
¡Anda, putilla del rubor helado,
anda, vámonos al diablo!

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4.7.09

El otoño no nos ciega

"Sangre"
"Escritura"

"El mapa en el mapa"

"Contraste"
"Detalle"
Jorge Alberdi - serie 2009

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22.2.09

LOS PROFESORES

Nicanor Parra, poeta, Chile (1914)


Los profesores nos volvieron locos
a preguntas que no venían al caso
cómo se suman los números complejos
hay o no hay arañas en la luna
cómo murió la familia del zar
es posible cantar con la boca cerrada?
quién le pintó bigotes a la Gioconda
cómo se llaman los habitantes de Jerusalén
hay o no hay oxígeno en el aire
cuántos son los apóstoles de Cristo
cuál es el significado de la palabra consueta
cuáles fueron las palabras que dijo Cristo en la cruz
quién es el autor de Madame Bovary
dónde escribió Cervantes el Quijote
cómo mató David al Gigante Goliat
etimología de la palabra filosofía
cuál es la capital de Venezuela
cuándo llegaron los españoles a Chile
Nadie dirá que nuestros maestros
fueron una enciclopedias rodantes
exactamente todo lo contrario:
fueron unos modestos profesores primarios
o secundario no recuerdo muy bien
-eso sí que de bastón y levita
como que estamos a comienzos del siglo-
no tenían para qué molestarse
en molestarnos de esa manera
salvo por razones inconfesables:a qué tanta manía pedagógica
tanta crueldad en el vacío más negro
dentadura del tigre
nombre científico de la golondrina
de cuántas partes consta una misa solemne
cuál es la fórmula del anhídrido sulfúrico
cómo se suman fracciones de distinto denominador
estómago de los rumiantes
árbol genealógico de Felipe II
Maestros cantores de Nüremberg
Evangelio según San Mateo
nombre cinco poetas finlandeses
etimología de la palabra etimología
ley de la gravitación universal
a qué familia pertenece la vaca
cómo se llaman las alas de los insectos
a qué familia pertenece el ornitorrinco
mínimo común múltiplo entre dos y tres
hay o no hay tinieblas en la luz
origen del sistema solar
aparato respiratorio de los anfibios
órganos exclusivos de los peces
sistema periódico de los elementos
autor de los Cuatro Jinetes del Apocalipsis
en qué consiste el fenómeno llamado espejismo
cuánto demoraría un tren en llegar a la luna
cómo se dice pizarrón en francés
subraye las palabras terminadas en consonante

la verdadera verdad de las cosas
es que nosotros nos sentábamos en la diferencia
quién iba a molestarse con esas preguntas
-en el peor de los casos nos hacían temblar-
únicamente un malo en la cabeza
nosotros éramos gente de acción
a nuestros ojos el mundo se reducía
al tamaño de una pelota de fútbol
y patearla era nuestro delirio
nuestra razón de ser adolescentes
hubo campeonatos que se prolongaron hasta la noche
todavía me veo persiguiendo
la pelota invisible en la oscuridad
había que ser búho o murciélago
para no chocar con los muros de adobe
ése era nuestro mundo
las preguntas de nuestros profesores
pasaban gloriosamente por nuestras orejas
como agua por la espalda de pato
sin perturbar la calma del universo:

partes constitutivas de la flor
a qué familia pertenece la comadreja
método de preparación del ozono
testamento político de Balmaseda
sorpresa da Cancha Rayada
por dónde entró el Ejército Libertador
insecto nocivos en la agricultura
cómo comienza el Poema del Cid
dibuje una garrucha diferencial
y determine la condición de equilibrio

el amable lector comprenderá
que se nos pedía más de lo justo
más de lo estrictamente necesario
determinar la altura de una nube?
calcular el volumen de una pirámide?
demostrar que raíz de dos es un número irracional?
aprender de memoria las Coplas de Jorge Manrique?
déjense de pamplinas con nosotros
hoy tenemos que dirimir un campeonato
pero llegaban las pruebas escritas
y a continuación las pruebas orales
(en una de fregar cayó caldera)
con esa misma regularidad morbosa
con que la bandurria anuncia tormenta

teoría electromagnética de la luz
en qué se distingue el trovador del juglar
es correcto decir se venden huevos?
sabe lo que es un pozo artesiano
clasifique los pájaros de Chile
asesinato de Manuel Rodríguez
independencia de la Guayana Francesa
Simón Bolívar héroe o antihéroe
discurso de abdicación de O’Higgins
ustedes están más colgados que una ampolleta
los profesores tenían razón
en verdad en verdad
el cerebro se nos escapaba por las narices
había que ver cómo nos castañeteaban los dientes
a qué se deben los colores del arco iris
hemisferio de Magdeburgo
nombre científico de la golondrina
metamorfosis de la rana
qué entiende Kant por imperativo categórico
cómo se convierten pesos chilenos a libras esterlinas
quién introdujo en Chile el colibrí
por qué no cae la Torre de Pisa
por qué no se vienen abajo los Jardines Flotantes
de Babilonia
por qué no cae la luna a la tierra
departamentos de la provincia de Nuble
cómo se trisecta un ángulo recto
cuántos y cuáles son los poliedros regulares
éste no tiene la menor idea de nada
hubiera preferido que me tragara la tierra
a contestar esas preguntas descabelladas
sobre todo después de los discursitos moralizantes
a que nos sometían día por medio
saben ustedes cuánto cuesta al estado
cada ciudadano chileno
desde el momento que entra a la escuela primaria
hasta el momento que sale de la universidad?
un millón de pesos de seis peniques!

un millón de pesos de seis peniques
y seguían apuntándonos con el dedo:
cómo se explica la paradoja hidrostática
cómo se reproducen los helados
enumeren los volcanes de Chile
cuál es el río más largo del mundo
cuál es el acorazado más poderoso del mundo
cómo se reproducen los elefantes
inventor de la máquina de coser
inventor de los globos aerostáticos
ustedes están más colgados que una ampolleta
van a tener que irse para la casa
y volver con sus apoderados
a conversar con el Rector de Establecimiento

Y mientras tanto la Primera Guerra Mundial
Y mientras tanto la Segunda Guerra Mundial
la adolescencia al fondo del patio
la juventud debajo de la mesa
la madurez que no se conoció
la vejez
con sus alas de insecto.

***

Nicanor Parra: Héroe de la ocultación
Por Harols Bloom

A sus noventa años, Nicanor Parra lleva casi setenta siendo un poeta original y vital. La espléndida tradición de la poesía chilena se remonta al español Alonso de Ercilla, cuya épica, aun combatiéndolos, deja constancia del valor de los rebeldes chilenos de Arauco que se alzaron contra los españoles a finales de la década de 1550. Siglos después, Gabriela Mistral, Vicente (...)
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(...) Huidobro y Pablo Neruda produjeron versos tan brillantes que Parra tuvo que colocarse a sí mismo en relación dialéctica con ellos. Ironista consumado, Parra burla afablemente el proceso de la influencia, declinando convertirse en otro Neruda. En lugar de eso, retrocede hasta Aristófanes y Catulo, y se reclama heredero de esa gran familia literaria a la que pertenecen también François Villon y John Sketon, y que tiene como centro a Rabelais. Por otro lado, si bien asimila en cierta medida las posturas de Whitman, Parra evita las grandiosas formas de éste en favor de armonías quebradas y de medidas que no rehúyen la tradición popular.
Lo primero que leí de Parra fueron sus "Recuerdos de juventud", en una traducción hecha por mi amigo William Merwin. El poema me obsesionó durante mucho tiempo:

Yo pensaba en un trozo de cebolla visto /durante la cena Y en el abismo que nos separa de los otros /abismos.

Palabras que me siguen recordando la comparación del alma con una cebolla que hace Ibsen en Peer Gynt . Por entonces leí también "El túnel", un poema iracundo y al mismo tiempo encantador, de nuevo brillantemente vertido al inglés por Merwin, él mismo un gran poeta contemporáneo de América, más cercano a Parra que a Ezra Pound o T. S. Eliot; cada vez que lo leo, ha vuelto a cambiar, y en ese sentido Parra es sin duda uno de sus maestros.
Uno de mis poemas favoritos de Parra es "Las tablas". Tan hilarante como siniestro, "Las tablas" me perturba con oscuras revelaciones de mí mismo. No conozco otra conformación más original con las Tablas de la Ley. Es posible que para Parra las rocas del Sinaí representen el poder de Neruda, Mistral y Huidobro.
¿Cómo no iba a venerar yo los mejores poemas de Parra? Es un héroe de la ocultación, en sí mismo un Mapa de Malas Lecturas. Ya se rebele contra la poesía chilena, contra Marx o Freud, conoce los límites de la ironía de la ironía. Es a la vez un auténtico innovador y un monumento cómplice a la Ansiedad de la Influencia.
Como crítico literario gnóstico, judío y norteamericano, no estoy muy convencido de entender del todo a Nicanor Parra. Pero creo firmemente que, si el poeta más poderoso que hasta ahora ha dado del Nuevo Mundo sigue siendo Walt Whitman, Parra se le une como un poeta esencial de las Tierras del Crepúsculo.
¿Cuál es la función de la poesía en 2005, cuando Estados Unidos ha enloquecido y ha coronado a un plutócrata que -por fortuna- es demasiado ignorante para convertirse abiertamente en fascista? Chile tuvo su Edad Oscura y ahora nos toca a nosotros. Hay algunos poetas vivos maravillosos en Estados Unidos, entre los cuales se destaca John Ashbery. Pero no tenemos a ninguno tan persuasivamente irreverente como Parra.
Debe reconocerse como un mérito de Parra el haber contribuido a preservar la imagen de lo humano en estos malos tiempos en que la Izquierda y la Derecha han sacrificado juntas la libertad de imaginación en aras de sus ideologías antagónicas. Parra nos devuelve una individualidad preocupada por sí misma y por los demás, en lugar de un individualismo tan indiferente a los demás como a sí mismo.

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26.1.09

Viaje para Estrellarse

Jolene Blalock & Jeri Ryan, actrices
Para los amantes de las legendarias series que iniciaran con Star Trek, esta imagen podría ser solo la concreción de un programa erótico en la holocubierta de la "Voyager", o una de las tantas paradojas espaciales y temporales; contrapunto entre 7 de 9, encarnada por Jeri Ryan y T'Pol, la vulcana de "Star Trek: Enterprise", actuada por Jolene Blalock.
Mirar al cielo, no vale.


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1.11.08

SOBRE POEMA Y POETAS

Rubén Vedovaldi, escritor argentino (Rosario, 1951)

Me preguntan cómo sabemos si un poema es bueno y esa pregunta me provoca esta reflexión. Tengo ya 57 años de edad y todavía no sé qué condiciones debe reunir un hombre para ser considerado bueno. ¿Podría yo opinar, con cierta probabilidad de profundizar en un aporte válido, qué requisito, qué procedimientos, qué tratamiento, recursos o virtudes debe reunir un poema para ser considerado bueno? No lo sé, y aún así estoy siempre arrojado a ser hombre y cada vez más urgido a devenir poeta.
La pregunta apunta a un ejemplar y tal vez haya que considerar no un poema en particular sino toda una poemática, decodificar no un cromosoma sino todo el mapa genético.
Justamente, desde hace cuarenta años me fascina este arte y oficio porque me abre a toda la libertad al no darme ninguna receta infalible. Pero esa libertad nos puede llevar a la más absoluta incertidumbre.
Si alguna vez hubo un modelo indiscutido de versificación, -aquella poética de Aristóteles o la de Boileau- ya no los hay. Ni siquiera hay una teoría física del universo unificada, como en tiempos de Newton. Y eso nos pone siempre al borde entre el deber y la libertad, entre saber y creer, entre lo hecho y lo por hacer, entre la impresión y la creatividad o la dispersión.
Tal vez la poesía sea un viaje de la desilusión a la esperanza, corregido por la realidad.
Parafraseando a Heráclito podría pensar: ningún lector atraviesa dos veces el mismo poema. Pongamos el acento en el epos de nuestra ...
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ars poyética, o en lo que Víctor Redondo llama don de cántico y otros llamaban la melopeya, lo pongamos en la fanopeya, que los japoneses llamaban satori, y otros llamaban iluminación o vaticinio o predicción o revelación, epifanía o mistagogia o elijamos la logopeya, como Roberto Juarroz; o la alegropeya, ese perderse para encontrarse de Leopoldo Marechal. Privilegiemos el testimonio, o tendamos al simbolismo, al anti-arte dadá, al fluir surreal, al conceptismo, muchas veces el autor será el último en ver objetivamente y reconocer un buen poema propio. ¿Y cuánto tiempo puede mantenerse uno firme en una opinión sobre poesía? ¿Cuánto tiempo lleva elaborar toda una poemática, un sistema propio?
Tampoco creo que alcancemos la verdad absoluta o última a la hora de juzgar una página de otro autor. Yo necesito leer la obra completa de alguien para apreciar mejor un poema en particular. Y necesito poner cada nuevo escrito mío en contexto con los otros míos, o a la lectura crítica de otras personas, para no entusiasmarme demasiado o para no subestimarlo. El que habla en mi no termina en mí.

Lo que sí he aprendido leyendo y escribiendo poesía es que no hay palabra poética y palabra prosaica, así como no hay forma escultórica y forma no escultórica, color pictórico y color no pictórico, gesto escénico y gesto obsceno, tema obligado y tema inconveniente.
Me pregunto: ¿Por qué nos siguen conmoviendo algunos poemas de Góngora, de San Juan de la Cruz, de Shakespeare o de Whitmann o los sonetos de Petrarca, o los versículos de EL CANTAR DE LOS CANTARES del rey Salomón y ya no nos conmueve ese libro que nos ha regalado un poeta amigo la semana pasada? ¿Y por qué otras veces sucede todo lo contrario?
Necesito someter un poema o un autor a la prueba de leerlo una vez en silencio y otra vez en voz alta y aún siento que accedo mejor a su "espíritu" si, inclusive, lo copio a mano.
Cada verso, cada estrofa, deben calzar, como un rompecabezas, en la estructura del poema.
Hay que aprender cómo ubicar los adjetivos y los verbos, cómo transponer las palabras respondiendo a una estructura mental que ya está a priori en el autor y urge el proceso de creación.
Esa estructura o partitura o musicalidad no es normativa y general, sino que cada página pide su respiración y su música.
Hay genero, porque no hay generalidad.

La escritura en versos, como ninguna otra, está dictada por el ritmo y la musicalidad del estrato fónico, aliada a una imagen intensamente reveladora que intentamos poner en sentido o concepto y palabras.
La musicalidad dispone las palabras y los silencios inter-estróficos y por eso el "verso libre" es el menos libre de los versos.
En un buen poema el tratamiento del lenguaje está por encima del tema.
A partir del estallido del lenguaje por fisión psíquica, no se puede escribir poesía siguiendo un consenso generalizado de “cómo se debe escribir poesía”
Lo general, como lo Inconsciente, está obligado a pactar con el yo, la persona, el sujeto hablante.
Es más difícil escribir un poema corto que un poema largo y lo más difícil para los poetas de occidente es lograr un buen hai-ku.
Algunos llegan a dominar la forma del soneto, pero si el soplo divino no viene del espíritu del autor, la forma es apenas la carátula, la máscara, pero lo vivo es el pie y no la horma del zapato.
Un poema no es bueno por inentendible, en un buen poema han de estar las claves para que pueda ser gozado sin necesidad de referencias externas, sin que el lector tenga que ir a leer otro libro para poder degustar la página que tiene delante.
Un buen poema debe bastarse a sí mismo.
Un buen poeta evita el mal gusto pero no a costa de inhibir la expresividad.
Un buen poeta va contra sus propios principios en cada nuevo desafío; romper en el poema de hoy el camino hecho en el poema de ayer es la mejor manera de no repetir.

La poesía aspira a su autonomía. El que busca espiritualidad en los versos está confundiendo el domicilio.
El que cree que la poesía es pretexto para tener relaciones sexuales, está discando número equivocado.
Nunca escribir versos para quedar bien con la familia, con la tradición, con la religión o con partido político. Y menos, escribir para quedar bien con personas ricas y poderosas.
Sobre nuestros familiares y amigos se puede escribir el mejor poema o el peor, al dejarnos ganar por el sentimentalismo o la sensiblería, que es enemiga de la sensibilidad.
El que piensa que el poeta tiene el deber de denunciar o de hacer discurso parlamentario, como un poder legislativo, está confundiendo mester de poesía con deberes y derechos de ciudadanía.
Algún colega me propone que, si el poeta no puede generar esperanza, al menos no aumente la desesperanza del lector. Si la desesperanza aumenta, será por otras causas, no culpemos de ellos al poeta.
Otros vienen al poema a buscar la suma pureza de no sé qué. El que viene a la poesía en busca de pureza, se equivoca de casa; que estudie química, que vaya al laboratorio.
Si el lector cree en una doctrina, sea esta social, política, económica, religiosa, metafísica o pseudocientífica, poca cosa podrá hacer la poesía allí. La poesía no es otra creencia.
No hay mala poesía. Si es mala no es poesía. No hay poesía enferma o anti-poesía, no hay crítica destructiva.
El verso no tiene fronteras, pero es la mejor frontera contra la indiferencia, la insignificancia, el miedo, el odio, la ignorancia o la idiocia pandémica.
La poesía, como creatividad, como todo arte creativo, no está en contra de nadie. La pulsión de muerte sí está en contra de cada uno, el egoísmo es enemigo del amor a uno mismo y a los demás, y crear es salir de uno mismo.
El habla va delante y la escritura va detrás pero la escritura no es la sombra del habla.
Es la boca del hombre la que da vida al diccionario y no el diccionario a la boca del hombre.
El buen poeta dice más con el blanco de la página, con los espacios inter-estróficos, que con sus versos, pero tiene que decir; no puede vender hoja en blanco, que para eso está el librero.
Antes del poema, el silencio no significa. Después del poema, el silencio es políglota.
La poesía no es anarquía. Cada poema crea su orden, más bello o más terrible, dentro del orden y desorden contextual, pero, una cosa es el orden, otra cosa es la realidad y otra cosa es la poesía
La poesía no es madre o hija de la lengua o del habla, sino amante. Cuando una poética se convierte en la esposa oficial de una lengua, ya es poesía muerta, ya el orgasmo se ha vuelto carne podrida.
Lo que un buen poema me dice a mí, difícilmente le dirá a otros lectores. como la atracción o repulsión sexual.
Voy a ser subjetivo: un buen poema es para mí CADÁVERES, de Néstor Perlongher, de su libro ALAMBRES.
Otro que me parece buen poema es UNIÓN LIBRE, de André Bretón.
Otro que vuelvo a leer y lo sigo sintiendo es AULLIDO, de Allen Ginsberg.
EN UNA ESTACIÓN DEL METRO, de Ezra Pound.
Y me sigue gustando el libro PAROLES de Jacques Prévert, como en mi primer adolescencia.
Y me gusta LA TIERRA BALDÍA, de Eliot.
Eliot, justamente, dijo: “Los poetas nuevos imitan, los poetas viejos roban y los malos poetas estropean lo que roban.”

Me interesa la poemática que aporte a la autonomía del género, el poema que no sea subalterno o muy tributario de la historicidad, de la religión, la mística, la mitología, la filosofía, la metafísica, el cine, la canción, la pornografía o la propaganda política, ya que para eso está el género ensayo u otros soportes.
Busco como lector la capacidad de ruptura epistemológica, la condensación sémica, el grado de transgresión más que el acatamiento a mi canon o al canon supuestamente consensuado. Por eso me han fascinado un Rimbaud, un Artaud, un Lamborghini, un Emeterio Cerro, un Arturo Carrera pero también me gusta las letrísticas de Leonard Cohen, de Liliana Felipe.
En mi infancia sentí una paroxística conmoción leyendo el NOCTURNO de José Asunción Silva o el Poema XX de Pablo Neruda, ROMANCE SONÁMBULO o LLANTO POR IGNACIO SÁNCHEZ MEJÍA de Federico García Lorca o EL CUERVO de Edgard Allan Poe.
Hace muchos años escribí un poema muy extraño, bajo el fuego de beberme una botella entera de ginebra pura en un día, y todavía aquella página me sigue pareciendo sostenible, pero no aconsejo a nadie esa receta ya que el alcoholismo ha agriado y aún matado a más de un buen poeta y a millones de hombres.
Alguna lejana vez, a la luz de un cigarrillo de marihuana, creí que estaba escribiendo algo trascendental, pero al releerlo tiempo después ya no me pareció así.
Autores hay que han escrito sus poemas más maduros a la edad más temprana y otros que han logrado sus mejores páginas en su última etapa autoral.
¿El poeta afina al hombre o el hombre, al convivir, afina y entona al poeta?

Particularmente, no escribo en la tribuna ni en el santuario, sino en la cocina de mi casa, que es también mi cocina literaria y por eso necesito dársela a probar a otros, aunque sea de a cucharadas.
No creo en la fórmula alquímica, no creo en el misterio sino en el oficio, pero el poema empieza donde termina el oficio.

¿Qué es más difícil, reconocer un buen poema o encontrar y reconocer a un buen poeta?
Hay muchos que escriben versos pero hay muy pocos poetas y muy pocos lectores de poesía.
Hay todavía poca poemática y mucha fashion y marketing para la feria, el recital o el reportaje.
Finalmente, a la doxa individual, aunque la practico en mi escritura, prefiero cotejarla en la mesa abierta entre las opiniones y discusiones de otros autores y lectores.
En todo caso, no olvidemos esto que bien dice Boris Vian: “Dejar la literatura en mano de los críticos literarios es tan suicida como dejar la paz en mano de los militares.”


Capitán Bermúdez, Santa Fe, Argentina, 2008

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18.5.08

Nueva Naturaleza


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27.4.08

CARMILLA

Joseph Thomas Sheridan Le Fanu, escritor irlandes (1814-1873)


Vivíamos en Estiria, en un castillo. No es que nuestra fortuna fuera principesca, pero en aquel rincón del mundo era suficiente una pequeña renta anual para poder llevar una vida de gran señor. En cambio, en nuestro país y con nuestros recursos sólo habríamos podido llevar una existencia acomodada. Mi padre es inglés y yo, naturalmente, tengo un apellido inglés, pero no he visto nunca Inglaterra.
Mi padre servía en el ejército austríaco. Cuando alcanzó la edad del retiro, con su reducido patrimonio pudo adquirir aquella pequeña residencia feudal, rodeada de varias hectáreas de tierra.
No creo que exista nada más pintoresco y solitario. El castillo está situado sobre una suave colina y domina un extenso bosque. Una carretera angosta y abandonada pasa por delante de nuestro puente levadizo, que nunca he visto levantar: en su foso nadan los cisnes entre las blancas corolas de los nenúfares.
Dominando este conjunto se levanta la amplia fachada del castillo con sus numerosas ventanas, sus torres y su capilla gótica. Delante del castillo se extiende el pintoresco bosque; a la derecha, la carretera discurre a lo largo de un puente gótico tendido sobre un torrente que serpentea a través del bosque.
He dicho que es un lugar muy solitario. Juzgad vosotros mismos si digo la verdad. Mirando desde la puerta de entrada hacia la carretera, el bosque que rodea nuestro castillo se extiende quince millas a la derecha y doce a la izquierda. El pueblo habitado mas próximo está en esa última dirección, a una distancia aproximada de siete millas.
El castillo más cercano y de cierta notoriedad histórica es el del general Spieldorf, a unas veinte millas a la derecha.
He dicho el pueblo habitado más próximo, porque al oeste, sólo a tres millas, en dirección al castillo del general Spieldorf, hay un pueblecito en ruinas con su iglesia gótica también en ruinas; allí están las tumbas, casi ocultas entre piedras y follaje, de la orgullosa familia Karnstein, extinguida hace tiempo. La familia Karnstein poseía antaño el desolado castillo que, desde la espesura del bosque, domina las silenciosas ruinas del pueblo.
Hay una leyenda que explica por qué fue abandonado por sus habitantes este extraño y melancólico paraje. Pero ya hablaré de ella más adelante.
Leer Completo

El número de habitantes de nuestro castillo era muy exiguo. Excluyendo a los criados y a los habitantes de los edificios anexos, estábamos solamente mi padre, el hombre más simpático del mundo pero de edad bastante avanzada, y yo, que en la época en que ocurrieron los hechos que voy a narrar tenía solamente diecinueve años.
Mi padre y yo constituíamos toda la familia. Mi madre, de una familia noble de Estiria, murió cuando yo era aún una niña. Sin embargo, tuve una inmejorable nana, la señora Perrodon, de Berna. Era la tercera persona en nuestra modesta mesa. La cuarta era la señorita Lafontaine, una dama en toda la extensión de la palabra, que ejercía las funciones de institutriz, para completar mi educación.
Algunas muchachas amigas mías venían de vez en cuando al castillo y, algunas veces, yo les devolvía la visita. Éstas eran nuestras habituales relaciones sociales. Naturalmente, también recibíamos visitas imprevistas de vecinos. Por vecinos se entienden a las personas que habitaban dentro de un radio de cuatro o cinco leguas.
Puedo aseguraros que, en general, era una vida muy aislada.
El primer acontecimiento que me produjo una terrible impresión y que aún ahora sigue grabado en mi mente, es al propio tiempo uno de los primeros sucesos de mi vida que puedo recordar.
Aquí terminaba la carta. Si bien yo no había conocido a Berta Reinfelt, mis ojos se llenaron de lágrimas. La noticia de su muerte me impresionó muchísimo.
Devolví a mi padre la carta del general. El sol se hundía cada vez más en el ocaso y la tarde era dulce y clara. Paseando bajo la tibia luz del atardecer, nos entretuvimos haciendo cábalas sobre el posible sentido de las incoherentes y violentas afirmaciones de aquella carta. En el puente levadizo encontramos a la señorita Lafontaine y a la señora Perrodon, que habían salido a admirar el magnífico claro de luna.
Frente a nosotros se extendía el prado por el cual nos habíamos paseado. A la izquierda, el camino discurría bajo unos venerables árboles y desaparecía en la espesura del bosque. A la derecha, la carretera pasaba sobre un puente severo y pintoresco a la vez, junto al cual se erguía una torre en ruinas. En el fondo del prado, una ligera neblina delimitaba el horizonte con un velo transe, y de cuando en cuando se veían brillar las aguas del torrente a la luz de la luna.
Decía así:
He perdido a mi querida sobrina: la quería como a una hija. La he perdido, y solamente ahora lo sé todo. Ha muerto en la paz de la inocencia y en la fe de un futuro bendito. El monstruo que ha traicionado nuestra ciega hospitalidad ha sido el culpable de todo. Creí recibir en mi casa a la inocencia, a la alegría, a una compañía querida para mi Berta. ¡Dios mío! iQué loco he sido! Consagraré los días que me quedan de vida a la caza y destrucción del monstruo. Sólo me guía una débil luz. Maldigo mi ceguera y La nursery, como la llamábamos, aunque era sólo para mí, estaba en una habitación grandiosa del último piso del castillo, y tenía el techo inclinado, con molduras de madera de castaño. Tendría yo unos seis años cuando una noche, despertándome de improviso, miré a mi alrededor y no vi a la camarera de servicio. Creí que estaba sola. No es que tuvieda miedo... pues era una de aquellas afortunadas niñas a quienes han evitado expresamente las historias de fantasmas y los cuentos de hadas, que vuelven a los niños temerosos ante una puerta que chirría o ante la sombra danzante que produce sobre la pared cercana la luz incierta de una vela que se extingue. Si me eché a llorar fue seguramente porque me sentí abandonada; pero, con gran sorpresa, vi al lado de mi cama un rostro bellísimo que me contemplaba con aire grave. Era una joven que estaba arrodillada y tenía sus manos bajo mi manta. La observé con una especie de placentero estupor, y cesé en mi lloriqueo. La joven me acarició, se echó en la cama a mi lado y me abrazó, sonriendo. De repente, me sentí calmada y contenta, y me dormí de nuevo.
De súbito, me desperté con la escalofriante sensación de que dos agujas me atravesaban el pecho profunda y simultáneamente. Proferí un grito. La joven dio un salto hacia atrás, cayendo al suelo, y me pareció que se escondía debajo de la cama.
Por primera vez sentí miedo y me puse a gritar con todas mis fuerzas. La niñera, la camarera y el ama acudieron precipitadamente, pero cuando les conté lo que me había ocurrido estallaron en risas, a la vez que trataban de tranquilizarme. Aunque yo era solamente una niña, recuerdo sus rostros pálidos y su angustia mal disimulada. Las vi buscar debajo de la cama, por todos los rincones de la habitación, en el armario, y oí a mi ama susurrar a la niñera:
-- ¡Mira! Alguien se ha echado en la cama, junto a la niña. Aún está caliente.
Recuerdo que la camarera me acarició y que las tres mujeres examinaron mi pecho, en el punto donde yo les dije que había sentido la punzada. Me aseguraron que no se veía ninguna señal.
El día siguiente lo pasé en un continuo estado de terror: no podía quedarme sola un instante, ni siquiera a plena luz del día.
Recuerdo a mi padre junto a mi cama, hablándome en tono festivo, asi como preguntando a la niñera y riéndose de sus respuestas. Luego hacía muecas, me abrazaba y me aseguraba que todo había sido un sueño sin importancia.
Pero yo no estaba tranquila, porque sabía que la visita de aquella extraña criatura no había sido un sueño.
He olvidado todos mis recuerdos anteriores a este acontecimiento, y muchos de los posteriores, pero la escena que acabo de describir aparece vivida en mi mente como los cuadros de una fantasmagoría surgiendo de la oscuridad.
Una tarde de verano, particularmente apacible, mi padre me pidió que le acompañara a dar un paseo por el maravilloso bosque que se extiende ante el castillo.
- El general Spieldorf no vendrá a visitarnos, como esperábamos -me dijo, durante el paseo.
Nuestro vecino debía pasar varias semanas en el castillo. Con él debía venir también su joven sobrina y pupila, la señorita Reinfelt. Yo no conocía a la señorita Reinfelt, pero me la habían descrito como una joven encantadora. Quedé muy desilusionada ante la noticia que acababa de darme mi padre; mucho más de lo que pueda imaginar alguien que viva habitualmente en la ciudad. Aquella visita, y la nueva amistad que seguramente había de surgir de ella, había sido objeto diario de mis pensamientos durante muchas semanas.
- ¿Cuándo vendrán? - pregunté.
- El próximo otoño. Dentro de un par de meses - respondió mi padre, y añadió: - Me alegro, querida, de que no hayas conocido a la señorita Reinfelt.
- ¿Por qué? -inquirí, molesta y curiosa al mismo tiempo.
- Porque la pobre muchacha ha muerto.
Quedé sumamente impresionada. El general Spieldorf decía en su última carta, seis o siete semanas antes, que su sobrina no se encontraba muy bien, pero nada hacía pensar en la posibilidad, ni siquiera remota, de un grave peligro.
- Aquí tienes la carta del general -continuó mi padre, entregándomela-. Me parece que está muy trastornado. Indudablemente, cuando escribió la carta se hallaba muy excitado.
Nos sentamos en un banco de piedra, junto al sendero de los tilos. El sol desaparecía con todo su melancólico esplendor detrás del horizonte selvático, y el torrente que discurría junto a nuestra mansión reflejaba el colorido escarlata del cielo, cada vez más pálido.
La carta del general Spieldorf era tan insólita y apasionada, que la releí detenidamente para comprender su sentido. Quizás el dolor había trastornado su mente.
mi obstinación... todo... Es demasiado tarde. En estos momentos no puedo escribir ni hablar con serenidad; estoy demasiado trastornado. En cuanto esté mejor me dedicaré a la búsqueda e iré posiblemente hasta Viena. Dentro de un par de meses, hacia el otoño, iré a visitaros, si es que aún estoy vivo. Al propio tiempo os contaré lo que ahora no tengo fuerzas para escribir. Adiós. Rogad por mí, queridos amigos.
Lo mismo a mi padre que a mí, nos seducía lo pintoresco y nos quedamos contemplando en silencio la espléndida llanura que se extendía ante nosotros. Las dos buenas señoras, a pocos pasos, discutían acerca del paisaje y hablaban de la luna.
La señora Perrodon era más bien gruesa y veía todas las cosas desde un punto de vista romántico. La señorita Lafontaine pretendía ser psicóloga y algo mística. Aquella tarde afirmó que la intensa luminosidad de la luna estaba en relación directa con una especial actividad espiritual. Los efectos de una luna llena como aquélla podían ser múltiples. Influía en los sueños, en la locura, en la gente nerviosa y hasta en los hechos materiales.
- Esta noche -dijo-, la luna está llena de influjos magnéticos. Mirad cómo brillan las ventanas con un resplandor plateado, como si unas manos invisibles hubieran iluminado las estancias para recibir huéspedes espectrales.
En aquel momento, el insólito rumor de las ruedas de un carruaje y del galope de muchos caballos sobre la carretera atrajo nuestra atención. Parecía aproximarse descendiendo de la colina que dominaba el viejo puente; muy pronto, un pequeño tropel desembocó por aquel punto. Primero cruzaron el puente dos caballeros, luego apareció un carruaje tirado por cuatro corceles, y finalmente otros dos caballeros que cerraban el cortejo.
Parecía el coche de una persona de rango. Nuestra atención quedó prendida en aquel espectáculo inusitado, que no tardó en hacerse aún más interesante, porque, cuando apenas habían pasado la curva del puente, uno de los caballos del tiro se desbocó y, contagiando su pánico a los otros, arrancó a todo el tiro con un galope desenfrenado, irrumpiendo entre los caballeros que precedían al carruaje y avanzando hacia nosotros con la violencia y la furia de un huracán.
En aquel momento culminante, la escena adquirió caracteres de tragedia, debido a unos gritos femeninos procedentes del interior del vehículo.
Mi padre permaneció en silencio, mientras nosotras lanzábamos exclamaciones de terror. El final no se hizo esperar. El punto de enlace de la carretera con el puente levadizo estaba delimitado a un lado por un soberbio tilo, y al otro por una cruz de piedra. Los caballos, que marchaban a una velocidad vertiginosa, se desviaron asustados al ver la cruz, arrastrando las ruedas contra las raíces salientes del árbol. Asustada por lo que podía ocurrir, me tapé el rostro con las manos, no resistiendo la idea de ver cómo la carroza se salía del camino. En aquel mismo instante oí el grito de mis compañeras, que estaban un poco más adelantadas que yo. Abrí los ojos, impulsada por la curiosidad, y contemplé una escena sumamente confusa. Dos caballos yacían en el suelo. El carruaje estaba volcado, apoyado sobre uno de sus lados, con dos ruedas al aire. Los hombres se afanaban arreglando el vehículo, de cuyo interior había salido una señora de aspecto autoritario, que retorcía nerviosamente entre sus manos un pañuelo. Ayudamos a salir del carruaje a una joven, al parecer desmayada. Mi padre se había acercado a la señora de más edad, sombrero en mano, ofreciéndole ayuda y cobijo en el castillo. La señora no parecía oír nada, y sólo tenía ojos para la frágil muchachita que había sido reclinada en el respaldo de un banco.
Me acerqué. La joven había perdido el conocimiento, pero sin duda estaba con vida. Mi padre, que se preciaba de tener algunos conocimientos médicos, le tomó el pulso y aseguró a la señora, que se había presentado a sí misma como madre de la joven, que la pulsación, si bien débil e irregular, era perceptible. La señora juntó sus manos y alzó los ojos al cielo, al parecer en un momentáneo transporte de gratitud; luego, repentinamente, se desahogó haciendo gestos teatrales, que, sin embargo, son espontáneos en cierto tipo de personas. Era una mujer de buen ver, que en su juventud debió haber sido seductora. Delgada, aunque no flaca, iba vestida de terciopelo negro. Su pálida fisonomía conservaba una expresión orgullosa y autoritaria, a pesar de la agitación del momento.
-¡Qué desgracia la mía! -exclamó, retorciéndose las manos-. Estoy efectuando un viaje que es cuestión de vida o muerte. Una hora de retraso puede tener consecuencias irreparables. No es posible que mi hija pueda restablecerse del golpe recibido y continuar un viaje cuya duración no es posible prever. Deberé dejarla forzosamente en el trayecto. No quiero correr el riesgo de llegar con retraso. ¿A qué distancia se encuentra el pueblo más próximo? Es necesario que la lleve hasta allí, para recogerla a mi regreso. ¡Y pensar que tendré que pasar por lo menos tres meses sin ver a mi querida hija, sin tener noticias suyas!
Tiré a mi padre de la chaqueta y le susurré al oído:
- Padre, dile que la deje con nosotros ... me gustaría mucho. Hazlo por mí.
- Si la señora quiere confiar su hija a los cuidados de la mía y de nuestra ama, la señora Perrodon, si permite que su hija se quede con nosotros, bajo mi responsabilidad, hasta su regreso, lo consideraremos como un gran honor y tendremos para ella los cuidados y la devoción que el deber de la hospitalidad imponen -dijo mi padre solemnemente.
- No puedo aceptarlo - respondió la desconocida, con mucha circunspección - ; sería abusar demasiado de su amabilidad.
- Al contrario, nos haría un gran favor. Precisamente vendría a llenar un inesperado vacío. Hoy mismo, mi hija ha sufrido una gran desilusión, debido a la noticia de que se ha frustrado una visita que esperábamos. Si confía su hija a nuestros cuidados, será su mejor consuelo.
En el aspecto y actitudes de aquella señora había algo tan especial e imponente, y en cierto sentido fascinante, que, aun prescindiendo del séquito que la acompañaba, daba la impresión de ser una persona de rango.
Entretanto, el carruaje había sido levantado y los caballos, ya calmados, estaban de nuevo enganchados.
La señora dirigió a su hija una mirada que a mí no me pareció afectuosa, como era de esperar después de la terrible escena, y seguidamente llamó a mi padre con un gesto y se apartaron unos pasos de nosotros. Mientras hablaba, la señora mantuvo una expresión fría y grave, muy poco acorde con su anterior conducta.
Conversaron unos minutos; luego, la señora regresó y dio unos pasos hacia su hija, que yacía entre los brazos de la señora Perrodon. Se arrodilló a su lado y le susurró algo al oído. La besó apresuradamente y luego entró precipitadamente en el carruaje, cerrando la portezuela, mientras los portillones trepaban al pescante y los batidores espoleaban sus caballos. Los postillones hicieron restallar sus látigos y los caballos se lanzaron al galope; el carruaje desapareció entre una nube de polvo, seguido de los dos caballeros que cerraban el cortejo.
Seguimos con la mirada su carrera hasta que desapareció definitivamente entre la niebla y dejó de oírse el chirrido de sus ruedas y fragor de los cascos de los caballos lanzados al galope.
Para demostrar que no habíamos sido víctimas de una alucinación quedaba entre nosotros la muchacha, que precisamente en aquel momento estaba recobrando el sentido. No pude verla, porque tenía el rostro vuelto hacia la parte opuesta al lugar donde yo me encontraba, pero oí su voz, muy dulce, que preguntaba en tono suplicante:
- ¿Dónde está mi madre? ¿Dónde estoy? No veo el carruaje ...
La señora Perrodon contestó a sus preguntas lo mejor que pudo, y, paulatinamente, la joven fue recordando lo que había sucedido. Al enterarse de que nadie había sufrido el menor daño, quedó muy aliviada. Pero cuando le dijimos que su madre la había dejado a nuestro cuidado y que tardaría unos tres meses en regresar a buscarla, se echó a llorar. Iba a acercarme a ella para ayudar a la señora Perrodon en sus esfuerzos por consolarla, pero la señorita Lafontaine me detuvo, diciendo:
- No se acerque a ella, señorita. En el estado en que se encuentra, no podría soportar más de una persona a la vez.
Pensé que podría visitarla en cuanto la hubieran acomodado en su habitación. Entretanto, mi padre había enviado en busca del médico que vivía a unas dos leguas de distancia, y ordenó preparar una habitación para alojar a la muchacha.
La desconocida se puso en pie y, apoyándose en el brazo de la señora Perrodon, cruzó lentamente el puente levadizo y entró en nuestro jardín. La camarera la acompañó inmediatamente a la habitación que le había sido destinada.
- ¿Le agrada nuestra invitada? - pregunté a la señora Perrodon -. Dígame qué impresión le ha causado.
- Me agrada mucho - contesto -. Creo que es la muchacha más bonita que he visto en toda mi vida. Tiene aproximadamente la edad de usted y es verdaderamente encantadora.
- ¿No se han dado cuenta de que en el carruaje había otra persona? - intervino la señorita Lafontaine-. Una mujer que ni siquiera ha asomado la cabeza.
No, no la habíamos visto. La señorita Lafontaine nos describió a un extraño personaje, vestido de negro, con un turbante rojo en la cabeza, que miraba continuamente por la ventanilla, haciendo gestos y muecas de desprecio en dirección a las dos mujeres. Tenía unos ojos saltones y sus dientes salientes parecían los de una arpía.
- ¿Han notado ustedes el desagradable aspecto que tenían los sirvientes? -preguntó a su vez la señora Perrodon.
- Sí - convino mi padre -, parecían mastines. Nunca había visto tipos como ésos. Espero que cuando crucen el bosque no desvalijen a la señora. Pero, deben ser unos bribones muy hábiles. Lo han arreglado todo en un momento.
-- Quizás estaban cansados del largo viaje - dijo la señora Perrodon -. Además de su aspecto poco recomendable, tenían la cara demacrada y parecían estar furiosos. Debo confesar que han despertado mi curiosidad, pero confío en que la muchacha nos lo explicará todo mañana, cuando se encuentre mejor.
- No creo que lo haga - dijo mi padre con una sonrisa ambigua, como si supiera más de lo que decía.
Esto excitó mi curiosidad por saber lo que la señora vestida de negro le había dicho a mi padre en el curso de la breve conversación que sostuvieron. Apenas me quedé a solas con él intenté sonsacarle. Mi padre no se hizo rogar.
- No hay ningún motivo para que te lo oculte. La señora me dijo que temía dejarnos a su hija, porque se trata de una muchacha de salud delicada y tiene los nervios alterados, aunque no padece ataques ni alucinaciones.
- ¿No te parece algo raro que te dijera esto? No tenía ninguna necesidad de aclarar ese extremo...
- De todos modos, eso es lo que me dijo - me interrumpió mi padre -. Me explicó que está efectuando un largo viaje, de vital importancia para ella. Está obligada a viajar con la mayor rapidez y discreción posibles. Dentro de tres meses vendrá a recoger a su hija. Entretanto, no debe decir nada acerca de su personalidad y del lugar a donde se dirige. Al pronunciar la palabra discreción, la ha subrayado con una pausa, mirándome a los ojos con cierta dureza. Creo que es importante. ¿Has visto la rapidez con que se ha marchado? Espero no haber cometido una tontería al hacerme cargo de esa muchacha.
Aunque el médico no llegó hasta la una de la madrugada, no pude irme a la cama. Cuando el doctor regresó al salón, su informe fue muy optimista. La paciente se había levantado y su pulsación era regular. No tenía ninguna herida y el trauma nervioso no había dejado huella. Nada se oponía a que yo la visitara, si ella lo consentía. En consecuencia, le envié recado por medio de la camarera, preguntándole si podía hacerle una breve visita.
La camarera regresó inmediatamente, diciendo que la joven se alegraría mucho con mi visita. No perdí un solo instante.
Habíamos alojado a nuestra invitada en una de las habitaciones más hermosas del castillo. La joven estaba recostada, a la luz de los candelabros, en la cabecera de la cama. Su graciosa figura aparecía envuelta en una bata de seda recanada de flores y orlada con una cinta de raso que su madre le había echado a los pies, cuando aún estaba en el suelo.
Pero, apenas me acerqué a la cama para saludarla, algo me hizo enmudecer y retroceder unos pasos.
Trataré de explicarme. El rostro que tenía ante mí era el mismo que se me había aparecido durante aquella terrible noche de mi infancia, el rostro que tanto me había impresionado y sobre cuya aparición había reflexionado durante años, horrorizándome en secreto.
Era un rostro encantador, y su expresión conservaba la melancólica dulzura que tenía cuando lo vi por primera vez. De repente, se iluminó con una sonrisa, como si también la joven acabara de reconocer a una vieja amiga.
Se produjo un silencio que duró unos instantes. Finalmente, la joven habló: yo no podía hacerlo.
- ¡Qué raro! -exclamó-. Hace unos años vi tu rostro en sueños, y desde entonces me ha obsesionado de tal modo, que no he podido olvidarlo.
- Sí que es curioso -dije, tratando de sobreponerme al horror que me había impedido pronunciar una palabra hasta aquel momento-. También yo te vi hace unos años - doce, exactamente -, no sé si en un sueño o en la realidad. Y tampoco he podido olvidar tu rostro desde entonces.
Su sonrisa se hizo más dulce y desapareció el aire de curiosidad que había notado en los primeros momentos en la joven. Me sentí más confiada, y cumplí con mis deberes de anfitriona, dándole la bienvenida a nuestro hogar y expresándole la satisfacción que a todos los de la casa, y especialmente a mí, nos había producido su imprevista llegada. Mientras hablaba, le cogí la mano. Yo era algo tímida, hecho muy comprensible si se tiene en cuenta la soledad en que vivía, pero aquella situación especial me hizo elocuente, casi audaz. La joven apretó súbitamente mi mano y la estrechó entre las suyas, mirándome con sus ojos brillantes. Sonrojándose, sonrió de nuevo y contestó a mi saludo. Aunque yo no me había recobrado del todo de mi primera impresión, me senté a su lado y la joven me dijo:
- Ante todo, es necesario que te cuente cómo y dónde te vi por primera vez. Es realmente extraordinario que nos hayamos soñado mutuamente tal como somos ahora, a pesar de que el sueño tuvo lugar cuando éramos unas niñas. Yo no tenía más de seis años. Desperté de repente de un sueño agitado y me pareció encontrarme en una habitación muy distinta a mi nursery, una estancia cuyas paredes estaban revestidas de madera de color oscuro y que aparecía llena de camas, sillas y otros muebles. Recuerdo que las camas estaban vacías y que en la habitación no había nadie más que yo. Contemplé la habitación con gran curiosidad, admirando, entre otras cosas, un gran candelabro de hierro de dos brazos que reconocería entre mil si volviera a verlo. Luego me subía a una de las camas para llegar hasta la ventana, pero en aquel mismo instante oí un llanto procedente de una de las camas. Entonces fue cuando te vi. Eras tal como ahora te veo, una muchacha bellísima, de cabellos dorados y enormes ojos azules. También tus labios eran los mismos. Tu modo de mirar me conquistó inmediatamente. Salté a la cama y te abracé; creo que nos quedamos dormidas durante un rato. Me despertó un grito: te habías despertado y estabas chillando. Me asusté y caí al suelo, donde perdí el conocimiento. Cuando recobré el sentido me hallaba de nuevo en mi casa, en mi habitación. Nunca he podido olvidar tu rostro. No es posible que todo aquello fuese un simple sueño. Realmente, la muchacha que vi eres tú.
Le conté entonces mi visión, que suscitó en mi nueva amiga una admiración que no me pareció simulada.
- No sé cuál de las dos se asustó más - dijo, sonriendo -. Si no hubieras sido tan encantadora, creo que me habría asustado más... ¿No te parece que lo mejor será pensar que nos conocimos hace doce años y que, por tanto somos viejas amigas? Yo, por lo menos, creo que desde nuestra infancia estábamos predestinadas a serIo. Y por mi parte nunca he tenido una verdadera amiga. ¿La encontraré ahora?
Suspiró, y me miró apasionadamente con sus hermosos ojos negros. En realidad, aquella joven me atraía de un modo inexplicable, pero al propio tiempo me inspiraba una indefinible repulsión. Sin embargo, pese a lo contradictorio de mis sentimientos, lo que predominaba era la atracción. Aquella joven desconocida - hasta cierto punto - me interesaba y me conquistaba. ¡Era tan hermosa y fascinante! Recuerdo que noté en ella cierto cansancio y me apresuré a desearle las buenas noches. Añadí:
- Será mejor que esta noche duerma una camarera contigo. Fuera, en el pasillo, me aguarda una sirvienta. Es muy seria y no te molestará.
- Eres muy amable - respondió la joven -, pero si hay otra persona en mi habitación no puedo dormir. No necesito ayuda, y quiero confesarte una pequeña debilidad mía: tengo horror a los ladrones. En cierta ocasión, mi casa fue desvalijada y asesinaron a dos camareras. Desde entonces tengo la costumbre de cerrar la puerta con llave. Tendrás que disculparme, pero no puedo evitarlo.
Durante un rato me retuvo entre sus brazos; luego me susurró al oído:
- Buenas noches, querida. Me desagrada separarme de ti, pero es hora de descansar. Hasta mañana. No pasaremos mucho rato separadas.
Se dejó caer sobre la almohada, suspirando, mientras sus hermosos ojos me contemplaban con expresión amorosa y melancólica. Suspiró de nuevo.
- Buenas noches, amiga mía.
Los jóvenes se enamoran y encariñan al primer impulso. Me lisonjeaba el evidente afecto que me demostraba aquella joven, aunque me parecia que yo no habia hecho nada para merecerlo. Me encantó la confianza que me habia demostrado desde el primer momento. Parecia indudable que estábamos predestinadas a ser amigas intimas.
Llegó el día siguiente, y volvimos a vernos. Su compañia me hacía feliz por muchas razones. A la luz del dia no había perdido su encanto. Era, sin duda, la más hermosa criatura que jamás había visto, y el desagradable recuerdo que conservaba de su aparición en el curso de mi sueño infantil se había trocado en una placentera sensación.
La joven me confesó que también ella había experimentado un sobresalto al reconocerme, y el mismo sentimiento de repulsión que se mezclaba a mi simpatía. Las dos nos reimos de nuestro asombro.
He dicho que había en ella muchas cosas que me fascinaban, pero también otras que me desagradaban.
Empezaré por describirla físicamente: era de estatura mediana, delgada y de formas muy armoniosas. Aparte de que sus movimientos eran lánguidos - verdaderamente muy lánguidos -, nada en su aspecto denotaba que estuviera enferma. Tenía una tez sonrosada y luminosa, y sus facciones eran pequeñas y correctas. Sus ojos eran negros y brillantes, sus cabellos realmente espléndidos: no he visto nunca una cabellera tan larga y sedosa como la suya cuando la soltaba sobre sus hombros. A menudo sumergía mi mano entre sus cabellos y reía tontamente ante lo insólito de su peso. Eran unos cabellos mórbidos y vivos, de color castaño oscuro con reflejos dorados. Me gustaba sentirlos en mi mano y luego soltarlos mientras mi amiga, sentada en un sillón, hablaba sin cesar. Me gustaba retorcerlos, entrelazarlos, jugar con ellos. ¡Cielo santo! Si lo hubiese sabido todo!
He señalado que algunas de sus particularidades no me convencían. He dicho que la confianza que me había otorgado desde el primer momento me había conquistado. No obstante, todo cuanto hacía referencia a ella misma, a su madre o a cualquier aspecto de su vida particular o familiar, despertaba en la joven una extraña reticencia. Desde luego, no era razonable por mi parte insistir en esos aspectos, y tal vez no me portaba bien. Mi obligación era la de respetar la solemne orden dada a mi padre por la señora vestida de negro. Pero la curiosidad es un sentimiento que carece de escrúpulos, y ninguna muchacha soporta de buen grado verse desilusionada por lo que le interesa: ¿Qué podía haber de malo en el hecho de que mi amiga me contara lo que tan ardientemente deseaba saber? ¿Acaso no tenía confianza en mi sentido del honor? ¿Por qué no me creía cuando le aseguraba que jamás divulgaría una sola palabra de lo que me dijera?
Su persistente negativa, acompañada siempre de una sonrisa, me parecía una actitud totalmente en desacuerdo con su edad. No puedo decir que el hecho fuera motivo de discusiones entre nosotras, porque resultaba imposible enfadarse con la joven. Tal vez lo inconveniente, e incluso descortés, fuera mi insistencia, pero me sentía realmente acuciada por Ia curiosidad.
Sus explicaciones no me aclaraban nada, o por lo menos eso creía yo. Pueden resumirse en tres vagas revelaciones.
La primera era su nombre: Carmilla.
La segunda, que los miembros de su familia eran nobles o intelectuales.
Y la tercera, que su casa estaba situada al occidente de la nuestra.
No me dijo su apellido, ni sus títulos nobiliarios, ni el nombre de sus propiedades, ni siquiera la región donde vivía. Y no es que yo la atosigara continuamente con mis preguntas: me limitaba, simplemente, a intercalarlas siempre que la ocasión era propicia. Prefería las fórmulas indirectas. Una o dos veces, en realidad, la ataqué frontalmente. Pero, cualquiera que fuese la táctica que empleaba, el resultado era siempre el mismo: un rotundo fracaso. Los reproches y las caricias no servían de nada, aunque debo confesar que sabía eludir las preguntas con una evidente destreza, y que parecía francamente disgustada por no poder satisfacer mi curiosidad. Siempre que se planteaba una de estas situaciones, me echaba los brazos al cuello, me estrechaba contra su pecho y apoyaba su mejilla en la mia, murmurándome al oído:
- Querida, sé que tu corazón se siente herido. No me juzgues cruel: me limito a obedecer una ley ineludible que constituye mi fuerza y mi debilidad. Si tu corazón está herido, el mío sangra con el tuyo. En medio de mi gran tristeza, vivo de tu exuberante vida, y tú morirás, morirás dulcemente por la mía. Es algo inevitable. Y así como yo me acerco a ti, tú, a tu vez, te acercarás a otros y aprenderás el éxtasis de la crueldad, que es una forma del amor. No intentes saber nada más de mí ni de mi vida, pero ten confianza con todo tu amor.
Y después de haber hablado con una voz suave, queda, me estrechaba entre sus brazos, y sus labios, besándome tiernamente, me inflamaban las mejillas.
Aquella excitación y aquel lenguaje me resultaban incomprensibles. Intentaba eludir sus abrazos, no demasiado frecuentes, pero me faltaban energias. Sus palabras resonaban en mis oídos como una canción de cuna y domeñaban mi resistencia sumergiéndome en una especie de sopor, del cual sólo despertaba cuando me libraba de sus brazos. Aquellas incomprensibles expansiones no me gustaban. Experimentaba una extraña y tumultuosa sensación que, si bien en cierto sentido me resultaba agradable, me inundaba al mismo tiempo de temor y de repulsión. Siempre que tenía lugar una de esas escenas me sentía sumamente turbada, y, al tiempo que aumentaba el placer que me producía, aumentaba también mi repugnancia.
Sé que lo que acabo de explicar podrá parecer paradójico, pero no puedo expresar de otra forma Io que sentía.
Han transcurrido diez años desde que tuvieron lugar aquellos hechos, y la mano me tiembla aún al escribir acerca de la situación en que inconscientemente me vi envuelta.
A veces, después de un largo período de indiferencia, mi extraña y bellísima amiga me cogía súbitamente Ia mano, estrechándomela con pasión. Se sonrojaba y me miraba con ojos ora lánguidos, ora de fuego. Su conducta era tan semejante a la de un enamorado, que me producía un intenso desasosiego. Deseaba evitarla, y al propio tiempo me dejaba dominar. Carmilla me cogía entre sus brazos, me miraba intensamente a los ojos, sus labios ardientes recorrían mis mejillas con mil besos y, con un susurro apenas audible, me decía:
- Serás mía.., debes ser mía... Tú y yo debemos ser una sola cosa, y para siempre.
Después se echaba hacia atrás, apoyándose en el respaldo del sillón, cubriéndose los ojos con las manos; y yo me sentía trastornada en lo más profundo de mi ser.
- ¿Qué quieres decir con tus palabras? - intentaba saber-. ¿Te recuerdo acaso a alguna persona a la que amaste mucho? No me gusta que me hables así. Cuando lo haces no pareces la misma. Y tampoco yo me reconozco a mí misma cuando me miras y me hablas de este modo.
No hallaba una explicación satisfactoria a aquellas efusiones. Sin embargo, no parecían afectadas, ni falsas. Indudablemente, se trataba de una explosión espontánea de un instinto o sentimiento reprimido.
¿Acaso Carmilla sufría alucinaciones? ¿Estaría loca, a pesar de lo que afirmó su madre antes de marcharse? ¿O se trataba, simplemente, de una argucia romántica? En más de una ocasión había leído la historia de un joven que se introducía en casa de su amada vestido de mujer y con la ayuda de una aventurera... ¿Sería éste el caso? La hipótesis lisonjeaba mi vanidad, pero no tenía la menor consistencia. Durante largos períodos de tiempo, yo no representaba absolutamente nada para Carmilla, la cual se limitaba a dirigirme alguna mirada ardiente, eso sí. Y aparte de aquellos fugaces momentos de excitación, sus modales eran absolutamente femeninos. Sus costumbres, por otra parte, eran bastante raras. Generalmente, se levantaba muy tarde, nunca antes del mediodía. Entonces tomaba únicamente una taza de chocolate, muy caliente. A continuación paseábamos juntas un rato, muy corto, ya que no tardaba en sentirse fatigada; regresábamos al castillo o nos sentábamos en un banco, debajo de los árboles. Lo más curioso era que su languidez física no iba nunca acompañada de postración mental. Su conversación era siempre chispeante y vivaz.
De cuando en cuando hacía alguna vaga alusión a su hogar, a su infancia o a algún recuerdo de su existencia, y a través de sus palabras se adivinaba que sus hábitos y costumbres eran muy dispares a los nuestros. De esas ocasionales alusiones llegué a colegir que su país natal estaba mucho más lejos de lo que había creído al principio.
Una tarde en que nos hallábamos sentadas bajo los árboles, desfiló ante nosotros un cortejo fúnebre. Se trataba del entierro de una muchacha muy bonita y a la cual yo conocía porque era hija del guarda forestal. El pobre hombre marchaba detrás del féretro que contenía los restos de su querida y única hija y parecía tener el corazón destrozado. Le seguían algunos aldeanos, cantando un himno funerario.
Cuando el cortejo pasó delante nuestro me puse en pie en señal de respeto, y uní mi voz a las suyas. Mi amiga me tiró rudamente del vestido y yo me volví, sorprendida. En tono irritado, me dijo:
-¿Es que no te das cuenta de lo desafinado de sus voces?
- Pues a mí me parece un canto muy dulce- respondí, molesta por aquella intempestiva intromisión, y porque temía que los acompañantes del entierro observaran nuestra discusión.
El canto continuó.
-¡Me destrozan los tímpanos!- exclamó Carmilla en tono rabioso, tapándose los oídos con las manos -. Detesto los entierros y los funerales. iCuántas cosas inútiles! Porque tú has de morir, todos han de morir, y todos, después de la muerte, son mucho más felices. ¡Regresemos a casa!
- Mi padre ha ido también al cementerio. ¿Lo sabías?
-No, no me importa. Ni siquiera sé quién es el muerto - replicó mientras sus ojos centelleaban.
- Se trata de aquella muchacha que hace unos quince días creyó haber visto un fantasma. Desde entonces ha ido empeorando, y ayer por la mañana falleció.
- No me hables de fantasmas: esta noche no podría dormir.
- Espero que no haya una epidemia por estos alrededores. Existen algunos síntomas - continué -. La mujer del pastor murió hace una semana, y también dijo que había notado una extraña opresión en el cuello, como si alguien tratara de ahogarla. Mi padre dice que esas alucinaciones son frecuentes en los casos de fiebres epidémicas. La mujer se hallaba perfectamente el día anterior, pero después de aquella noche se debilitó inesperadamente y al cabo de una semana falleció.
- Bien, supongo que ya habrán terminado con los cantos fúnebres. Nuestros oídos ya no se verán torturados de nuevo. Todas estas cosas me ponen nerviosa. Siéntate a mi lado, más cerca. Cógeme la mano. Apriétala fuerte, más fuerte...
Nos habíamos retirado unos pasos y Carmilla se sentó en un banco. Su semblante se había transformado de tal modo, que me asusté. Se había puesto pálida. Sus dientes rechinaban y apretaba los labios, sacudida por un continuo escalofrío. Todas sus energías parecían empeñadas en luchar contra aquel ataque. Finalmente, profirió un ahogado grito y se tranquilizó paulatinamente, superada la crisis de histerismo.
- Esto sucede cuando se agobia a la gente con himnos funerarios - dijo -. No me sueltes, me siento ya mucho mejor.
Tal vez para desvanecer la profunda impresión que me había producido el verla sumida en aquella crisis, mientras regresábamos a casa se mostró muy animada y parlanchina.
Aquello pasó como una nube de verano. Pero aún tuve ocasión de asistir a una nueva explosión de cólera de Carmilla.
Cierto día estábamos contemplando el paisaje desde uno de los grandes ventanales del salón, cuando vimos a un vagabundo que cruzaba el puente levadizo, encaminándose hacia el patio del castillo. Le conocía perfectamente. Cada seis meses venía al castillo.
Era un jorobado, y su rostro tenía la expresión mordaz que suele verse en los hombres que son víctimas de una deformidad física. Llevaba una barbita oscura y puntiaguda y al sonreír abría la boca de oreja a oreja, mostrando unos dientes blanquísimos. Vestía con una zamarra de piel de búfalo, adornada con numerosas cintas y campanillas. De su espalda colgaban una linterna y dos cajas cuyo contenido me era ya conocido: en una de ellas guardaba una salamandra, y en la otra una mandrágora. Llevaba también un violín, una caja de amuletos contra el mal de ojo y varios estuches de contenido diverso. Se apoyaba en un bastón de madera negra, con una contera de cobre. Iba acompañado de un perro esquelético que le seguía fielmente a todas partes. Pero el animal se detuvo en medio del puente levadizo, erizó el pelo y prorrumpió en lúgubres aullidos, negándose a avanzar.
Entretanto, el vagabundo había llegado al centro del patio y, quitándose el grotesco sombrero, se inclinó en una cómica reverencia. Luego empuñó el violín y empezó a tocar una alegre melodía, acompañándola con un canto tan desafinado y unos pasos de danza tan cómicos, que me eché a reír a pesar de lo mucho que me habían impresionado los siniestros aullidos del perro.
- ¿Desean las señoritas comprar un amuleto contra el vampiro, que según he oído decir merodea por estos alrededores como un lobo? -dijo el vagabundo, dejando caer el sombrero al suelo-. La gente muere por doquier, pero yo tengo un talismán que no falla; sólo hay que coserlo a la almohada, y cuando el vampiro se presenta puede uno reírse de él en sus propias barbas.
Los amuletos consistían en unas cintas de papel transe, con cifras y dibujos cabalísticos.
Inopinadamente, Carmilla compró un talismán y yo la imité. El vagabundo nos observaba y nosotras sonreíamos divertidas; al menos yo. Pero, de repente, mientras nos miraba, los ojos del vagabundo - unos avispados ojos azules - parecieron descubrir algo que por un instante atrajo su atención. Inmediatamente sacó un estuche de cuero repleto de toda clase de pequeños instrumentos de acero.
- Mire, señorita - me dijo, mostrándome el estuche -, además de algunas actividades menos útiles, practico la de dentista. ¿Quieres callarte de una vez, animalucho? Si no paras de aullar, la señorita no oirá lo que le digo. Como le iba diciendo, soy dentista, y su amiga tiene los dientes más afilados que he visto en mi vida; largos, afilados, puntiagudos como una lanza, como un alfiler. Sí, los he visto perfectamente; son unos dientes peligrosos. Yo entiendo de estas cosas, y aquí estoy con mi lima, mi punzón y mis pinzas. Se los dejaré redondeados y bonitos. Si la señorita consiente, en vez de dientes de pez tendrá una dentadura digna de su belleza. ¿Se ha enfadado la señorita? ¿He sido demasiado atrevido? ¿La he ofendido?
Carmilla, en efecto, le miraba con una expresión de odio. Se apartó de la ventana, acusándome:
- ¿Y permites que ese charlatán me insulte de ese modo? ¿Dónde está tu padre? Quiero pedirle que lo eche del castillo. Mi padre hubiera ordenado que le apalearan, para quemarlo luego vivo.
Sin embargo, en cuanto no tuvo ante sus ojos al hombre que la había insultado, su cólera desapareció tan rápidamente como había surgido; al cabo de unos instantes había olvidado ya al jorobado y sus extravagantes palabras.
Aquella misma tarde, mi padre llegó muy excitado. Nos contó que se había presentado otro caso parecido a los anteriores y de los cuales ya he hablado. La hermana de un colono de nuestra finca, que vivía a una milla de distancia de nuestro castillo, había enfermado repentinamente. Decía que había sido atacada por un ser monstruoso, y su estado se agravaba, lenta pero inexorablemente.
- En rigor - dijo mi padre -, todo esto puede ser atribuido a causas naturales. Esos infelices se sugestionan con narraciones inverosímiles, y de este modo provocan sus alucinaciones.
- No deja de ser una cosa terrible -observó Carmilla.
- Desde luego - asintió mi padre. - Me asusta pensar que puedo ser víctima de una alucinación semejante. Aunque sólo fuera una alucinación, ha de ser tan horrible como si se tratara de un hecho real.
- Estamos en las manos de Dios - afirmó mi padre -. Nada puede ocurrir sin su consentimiento, y todo terminará bien para aquellos que le aman. Es nuestro Creador. El nos ha hecho y cuidará de nosotros.
- Yo creo - replicó Carmilla - que todas las cosas suceden por imperativo de la naturaleza. Y que la enfermedad que se propaga por la comarca es también cosa de la naturaleza. ¿No le parece?
- Hoy vendrá el médico - dijo mi padre, eludiendo contestar a la pregunta de la muchacha -. Me gustará saber qué opina el doctor de este fenómeno, y qué nos aconseja.
- Los médicos nunca me han servido para nada - replicó Carmilla.
- ¿Has estado enferma? - le pregunté.
- Más enferma de lo que tú hayas estado jamás.
- ¿Hace mucho tiempo?
- Sí, mucho: lo he olvidado todo, excepto el dolor y la debilidad.
- Entonces, serías muy joven...
- Creo que sí. Pero, no hablemos más de esto. No quieras hacer sufrir a tu amiga.
Me miró lánguidamente a los ojos y, cogiéndome del talle, me sacó de la habitación.
- ¿Por qué se divierte tanto tu padre asustándome?- me preguntó, una vez estuvimos fuera, temblando ligeramente.
- No lo creas, querida, no es ésa su intención.
- Y tú, ¿estás asustada?
- Lo estaría si pensara que también nosotras corremos el mismo peligro que esa pobre gente.
- ¿Te asusta la idea de la muerte?
- Desde luego, a todo el mundo le asusta esa idea.
- ¿Crees, por ejemplo, que es espantoso morir mientras se ama? Dos amantes que mueren juntos.., y de este modo pueden vivir juntos para siempre... Las muchachas no son más que orugas y sólo se transforman en mariposas cuando llega el verano. Entretanto, son crisálidas y larvas, cada una con sus formas e inclinaciones particulares. Hay un cierto señor Buffon que así lo cuenta.
Por la noche vino el médico y se encerró con mi padre en su despacho, donde permanecieron durante largo rato. Era un médico con mucha experiencia, de unos sesenta años. Su rasurado rostro aparecía tan liso como la superficie de una calabaza. Cuando salían del despacho, oí que mi padre decía, riendo:
- Me admira oír esas palabras en boca de un hombre tan sensato como usted. ¿Qué opina, entonces, de los hipógrifos y de los dragones?
También el médico se reía, sacudiendo la cabeza.
- En todo caso, la vida y la muerte han sido siempre un misterio y sabemos muy poco acerca de lo que puede suceder.
Se alejaron charlando y yo no pude oír nada más. En aquel momento ignoraba cuáles habían sido las hipótesis aventuradas por el doctor, pero ahora creo adivinarlas.
Una tarde llegó de Gratz el hijo del restaurador de cuadros, transportando en su carro dos grandes cajas llenas de cuadros. Su llegada constituyó un verdadero acontecimiento. Las cajas quedaron en el atrio; los criados se encargaron del joven y lo acompañaron a la cocina para que le dieran de cenar. Luego se unió a nosotros en el atrio grande, donde nos habíamos reunido previamente para abrir las cajas.
Carmilla estaba sentada y miraba distraídamente los viejos cuadros, casi todos retratos, que habían sido enviados a restaurar. Mi madre pertenecía a una antigua familia húngara, y la mayor parte de los cuadros procedían de mi familia materna. Mi padre iba leyendo en una lista los títulos de los cuadros, y el artesano los iba sacando de las cajas. Ignoro el valor que podían tener, aunque eran antiguos y algunos muy curiosos. Yo los veía por primera vez en mi vida, ya que la humedad y el polvo habían ocultado las telas durante mucho tiempo.
- No había visto nunca este cuadro - comentó mi padre, señalando la tela que el restaurador tenía en la mano-. Aquí, en un ángulo, figura el nombre, que pude descifrar antes de enviarlo al restaurador: Marcia Karstein. Lleva la fecha de 1768. Será interesante ver lo que ha surgido ahora...
Me acordé de aquel cuadro. Se trataba de una pequeña tela, sin marco, de forma cuadrangular y tan ennegrecida por el paso del tiempo que jamás pudimos contemplar a aquella Marcia Karstein, si es que en realidad se trataba de su retrato.
El restaurador exhibió la tela con evidente orgullo. Era una joven de rostro hermosísimo, y quedé asombrada por la viveza de su expresión. Pero lo que más me asombró fue su extraordinario parecido con Carmilla.
- ¿Te das cuenta, querida? - le pregunté -. Esto es un verdadero milagro. Eres tú misma, viva y sonriendo. Sólo le falta hablar. ¿No te parece extraordinario? ¡Mira, papá! Tiene también un pequeño lunar en la garganta...
Mi padre esbozó una sonrisa y dijo:
- Realmente, es de un parecido extraordinario.
Pero, ante mi sorpresa, no prestó mayor atención al hecho y continuó su tarea con el restaurador. Por mi parte, sentía aumentar mi admiración a medida que contemplaba el retrato.
- ¿Me permites que lo cuelgue en mi habitación, papá? - le pedí a mi padre.
- Desde luego, querida - dijo -. Me alegra que te guste. Debe ser más hermoso de lo que yo creía, si es que se parece tanto a tu amiga.
Carmilla no pareció haber oído el cumplido. Estaba retrepada en un sillón y me contemplaba fijamente con sus hermosos ojos, con la boca ligeramente entreabierta y sonriendo como en éxtasis.
- Ahora sí que puede leerse bien el nombre - dije -. No es Marcia. Parece escrito con letras de oro. El nombre es Mircalla, condesa de Karstein. Encima del nombre hay una pequeña corona, y debajo una inscripción: Anno Domini 1698. Yo desciendo de los Karstein.
- iAh! - exclamó lánguidamente Carmilla -. También yo creo que soy una descendiente lejana de esa familia. ¿Viven aún algunos de sus miembros?
- No creo que exista nadie que lleve el apellido. La familla quedó extinguida a raíz de la guerra civil, hace muchísimo tiempo. Las ruinas del castillo se encuentran a sólo unas leguas de aquí.
- Muy interesante - murmuró distraídamente Carmilla -. Pero, mira qué hermoso claro de luna tenemos hoy. Miró a través de la entornada puerta. ¿Y si fuésemos a dar un paseo?
- Esta noche me recuerda la de tu llegada - dije.
Carmilla suspiró, esbozando una sonrisa.
Se puso en pie y salimos al patio cogidas por la cintura. Anduvimos lentamente y en silencio hasta el puente levadizo. Ante nuestros ojos se extendía una hermosa llanura, bañada por la luz de la luna.
- ¿De modo que recuerdas aún el día de mi llegada? - me susurró Carmilla al oído-. ¿Te alegra tenerme aquí?
- Soy muy feliz, querida Carmilla - respondí.
- Y has pedido que te dejaran colgar aquel cuadro en tu habitación - murmuró mi amiga, con un suspiro. Luego me apretó más estrechamente con el brazo que ceñía mi talle y apoyó su cabeza en mi hombro.
- ¡Qué romántica eres, Carmilla! - exclamé. Cuando me cuentes la historia de tu vida, estoy segura de que será como si me leyerás una novela de amor.
Me besó silenciosamente.
- Estoy convencida, Carmilla, de que has estado enamorada - proseguí -. Y me atrevería a afirmar que sigues preocupada por algún asunto amoroso.
- Nunca me he enamorado, y nunca me enamoraré - afirmó Carmilla -. A no ser que me enamore de ti...
A la luz de la luna, aparecía más hermosa que nunca. Tras dirigirme una extraña y tímida mirada, ocultó la cara en mi cuello, entre mis cabellos, respirando agitadamente; parecía a punto de estallar en sollozos y me apretaba la mano, temblando. Su mórbida mejilla quemaba contra la mía. Murmuró:
- ¡Querida! Yo vivo en ti, y tú morirás en mí. ¡Te quiero tanto!
Me separé de ella. Carmilla me miraba ahora con unos ojos de los que habían desaparecido el fuego y la vida. Y como si saliera de un sueño, añadió:
- Regresemos. Vámonos a casa.
- Me parece que estás enferma, Carmilla; deberías tomar un vasito de vino - le dije.
- Sí, creo que sí. Ahora me encuentro mucho mejor. Dentro de unos minutos estaré completamente bien. Sí, tomaré un vaso de vino. Y, acercándose a la puerta, añadió: Déjame mirar un instante; quizá sea la última vez que veo la luna contigo.
- ¿De veras te sientes mejor, Carmilla? - pregunté.
Por un instante, temí que se hubiera contagiado de aquella extraña epidemia que azotaba la comarca.
- Papá se apenaría mucho si supiera que te encuentras mal y no lo dices. Nuestro médico es un hombre muy inteligente.
- Todos sois excesivamente buenos conmigo. Pero lo que yo tengo no es cosa de médicos. No estoy enferma, sino solamente un poco débil. El menor esfuerzo me deja agotada. Pero me recobro muy fácilmente. ¿Ves? Ya estoy bien.
Así lo parecía. Seguimos charlando durante un rato, y Carmilla se mostró muy animada. El resto de aquella tarde transcurrió sin que se produjera ninguna recaída en lo que yo llamaba su exaltación.
Las ardientes miradas de Carmilla, su modo absurdo de expresarse, me asustaban a veces, lo confieso.
Pero aquella noche ocurrió algo que debía provocar un cambio radical en el curso de mis pensamientos.
Acompañé a Carmilla a su habitación, como de costumbre, y me quedé charlando con ella mientras se preparaba para acostarse.
- Creo que llegará un día - dije - en que tendrás una absoluta confianza en mí.
Se volvió, sonriente, pero no contestó.
- No contestas - le dije -, porque no puedes darme una respuesta satisfactoria, ¿verdad? No debería habértelo sugerido...
- Tienes perfecto derecho a hacerlo - replicó Carmilla-. Te quiero mucho, y te considero merecedora de recibir todas mis confidencias, puedes creerlo. Pero estoy atada a una promesa, más atada que una religiosa a sus votos, y no puedo hablar de mí, ni siquiera contigo. Pero se acerca el momento en que lo sabrás todo. Me juzgarás cruel y egoísta, muy egoísta, pero recuerda que el amor es siempre así. Cuanto más intensa es la pasión, más egoísta resulta. No puedes imaginarte lo celosa que estoy de ti. Tú has de venir conmigo; has de quererme hasta la muerte. O puede que me odies, da lo mismo. Pero ven conmigo y ódiame a través de la muerte y del más allá. En mi vocabulario no existe la palabra indiferencia.
- Ya estás otra vez diciendo cosas que no tienen sentido - objeté.
- Soy extravagante, tonta y caprichosa. Pero tranquilízate: en adelante hablaré cuerdamente. ¿Has bailado alguna vez?.
- No. Debe ser encantador, ¿verdad?
- Casi lo he olvidado. Hace tantos años...
Me eché a reír.
- No eres tan vieja como todo eso... No puedes haber olvidado aún tu primer baile.
- Sólo haciendo un gran esfuerzo puedo recordarlo. Lo veo todo a través de algo que se interpone entre el recuerdo y yo, como una cortina tupida y, al mismo tiempo, transe. Aquella noche estaba como muerta en mi cama. Me hirieron aquí - se tocó el pecho - y nunca he vuelto a ser la misma.
- ¿Has estado a punto de morir?
- Sí. Un amor cruel, un amor caprichoso había invadido mi vida. El amor exige sacrificios, y en los sacrificios corre la sangre. Ahora deja que me abandone al sueño. Estoy muy cansada. ¿Cómo podré levantarme a cerrar la puerta con llave?
Le di las buenas noches y salí de la estancia con una sensación de inquietud.
Los delirios de las personas nerviosas son contagiosos, y casi siempre acaban por ser imitadas por los que tienen un temperamento afin. También yo había adoptado las costumbres de Carmilla; cerraba con llave la puerta de mi habitación, sugestionada por su fantástico miedo a unos hipotéticos agresores nocturnos, asesinos o ladrones. También, como Carmilla, inspeccionaba minuciosamente mi habitación cada noche, antes de acostarme, para asegurarme de que no había nadie escondido en ella.
Después de tomar todas aquellas prudentes medidas, me acosté y me quedé dormida casi inmediatamente. Tenía una luz encendida en mi habitación. Era una antigua costumbre, de cuya inutilidad nadie había podido convencerme. Sólo así podía descansar tranquila. Pero los sueños atraviesan los muros de piedra, iluminan las habitaciones vacías y oscurecen las iluminadas, y los personajes que intervienen en el sueño entran y salen a placer, burlándose de los cerrojos.
Aquella noche tuve un sueño que fue el comienzo de una extraña angustia. No podría llamarlo una obsesión, porque tenía la certeza de que estaba dormida, de que me hallaba en mi habitación y yacía en mi cama. Vi, o creí ver, la habitación con sus muebles de siempre, pero más a oscuras; a los pies de mi cama se movía algo escurridizo, que no pude distinguir claramente. De repente, me di cuenta de que se trataba de un animal grande y negro, como cubierto de hollín. Parecía un monstruoso gato. Tendría aproximadamente un metro y medio de longitud, y lo deduje porque cuando se paseaba al pie de la cama ocupaba toda su anchura. Se paseaba como una fiera enjaulada. Me sentí tan aterrorizada, que no tenía fuerzas ni para gritar. Los pasos del animal eran cada vez más rápidos, y la habitación se oscurecía por momentos. Noté que algo se encaramaba a mi cama. Unos ojos enormes se acercaron a Ios míos y de pronto sentí un penetrante dolor en el pecho, como si me hubiesen clavado dos alfileres. Me desperté con un grito. La habitación estaba iluminada por la luz que dejaba encendida cada noche, y a Ios pies de mi cama había una figura femenina vestida de negro y con la cabellera caída en cascada sobre los hombros. Estaba inmóvil como una estatua. No se oía ningún rumor, ni siquiera el de su respiración. La miré, y la figura pareció moverse; se deslizó hasta la puerta, que estaba abierta, y desapareció. Inmediatamente, me sentí como liberada de un gran peso y pude moverme y respirar. Mi primer pensamiento fue que Carmilla había querido gastarme una broma y que yo me había olvidado de cerrar la puerta. Pero me levanté y la encontré cerrada por dentro, como siempre. La idea de abrirla me aterrorizaba. Volví a acostarme y escondí la cabeza debajo de las sábanas, más muerta que viva.
Al día siguiente no quise quedarme sola ni un momento. Debí de habérselo contado todo a mi padre, pero no lo hice por dos motivos opuestos. Primero, porque temí que se burlase de mi historia y me dolían sus burlas; y, segundo, porque temí que creyese que también yo era víctima de aquella misteriosa enfermedad que se propagaba por la comarca. Mi padre tenía el corazón débil y no quería asustarlo.
Pero se lo conté todo a la señora Perrodon y a la señorita Lafontaine. Las dos se dieron cuenta de que me hallaba en un estado de anormal excitación. La señorita Lafontaine se echó a reír, pero vi que la señora Perrodon me miraba preocupada.
- A propósito - dijo la señorita Lafontaine, riendo -, en el camino de los tilos, detrás de la habitación de la señorita Carmilla, hay fantasmas.
- ¡Tonterías! -exclamó la señora Perrodon, la cual debió encontrar inoportuna aquella asociación de ideas -. ¿Quién le ha contado esa historia, querida?
- Martin dice que ha ido dos veces a reparar la vieja balaustrada antes del amanecer, y siempre ha visto la misma figura de mujer andando por el camino de los tilos.
- No le diga nada a Carmilla - supliqué -. Su ventana da al camino, y es una muchacha más impresionable aún que yo.
Aquel día, Carmilla se levantó más tarde que de costumbre.
- Esta noche me he asustado mucho - dijo -. Estoy segura de haber visto algo horrible. Menos mal que tenía el amuleto que le compré al pobre jorobado. ¡Y pensar que lo traté tan mal! He soñado que una cosa negra se acercaba a mi cama, y me he despertado aterrorizada. Durante unos segundos, he visto realmente una figura negra al lado de la chimenea, pero he tocado el amuleto que guardo debajo de la almohada y la figura ha desaparecido. Estoy convencida de que, si se hubiese acercado más, habría terminado degollada como aquellas pobres mujeres...
- Bien, escucha lo que voy a contarte...
Le conté mi aventura nocturna. Pareció asustarse.
- ¿Y tenías el amuleto contigo? - me preguntó.
- No. Lo metí en un jarrón de porcelana del salón, pero esta noche me lo llevaré a la cama, ya que tú crees tanto en su eficacia.
Después de tanto tiempo, no acierto a comprender cómo pude dominar mi terror y dormir sola en mi habitación aquella noche. Recuerdo perfectamente que puse el amuleto debajo de mi almohada y que me quedé casi inmediatamente dormida, con un sueño mucho más profundo que la noche anterior.
También la noche siguiente fue tranquila. Dormí profundamente y sin sueños, pero me desperté cansada y melancólica; aunque no puedo decir que fuese una sensación desagradable.
- También yo he pasado una noche magnífica - me dijo Carmilla por la mañana-. He cosido el amuleto a mi camisón. La noche anterior lo tenía demasiado lejos. Estoy segura de que todo es pura imaginación. Creía que los sueños eran engendrados en nosotros por el espíritu del mal, pero el médico me dijo que no es cierto. Se trata de una fiebre o una enfermedad que llama a la puerta, y al no poder pasar deja aquella señal de alarma.
- ¿Y por qué crees en la eficacia del amuleto?
- Supongo que está empapado en alguna droga que sirve de antídoto contra la malaria.
- Pero, ¿actúa solamente sobre el cuerpo?
- Desde luego. ¿Crees que los espíritus maléficos se asustarían de unas cintas de colores o de un poco de perfume barato? No, seguro que no. Esos males flotan en el aire, atacan primero a los nervios y luego infectan el cerebro, pero antes de que puedan instalarse definitivamente, el antídoto entra en acción y los destruye. Estoy convencida de que ése ha sido el efecto del amuleto. No se trata de magia, sino de un remedio natural.
Durante algunas noches más dormí perfectamente. Pero cada mañana sentía el mismo cansancio, y todo el día estaba dominada por la misma sensación de languidez. Me parecía haber cambiado. Una extraña melancolía se apoderaba de mí. La idea de la muerte se abría camino en mi mente. El estado en que me hallaba sumida era triste, pero también dulce. Y de todos modos, fuera lo que fuese, mi alma lo aceptaba. No quería admitir que estaba enferma, ni decírselo a mi padre; ni llamar al médico.
Durante aquellos días, Carmilla me prodigó sus atenciones mucho más que antes y sus momentos de exaltación fueron también más frecuentes.
Sin darme cuenta la enfermedad se había apoderado de mí, la enfermedad más extraña que jamás haya afectado a un ser mortal. Me acostumbraba cada vez más a la sensación de impotencia que invadía todo mi ser. La primera transformación que descubrí en mí era casi placentera; algo parecido a la curva que inicia el descenso al infierno. Mientras dormía experimentaba una vaga y curiosa sensación. Generalmente era un súbito temblor, agradable, helado, como el que se experimenta cuando uno se baña en un río y nada contra la corriente. Una serie de sueños que parecían interminables seguían al temblor, pero eran sueños tan confusos que nunca conseguía recordar, después, ni el escenario, ni los personajes, ni sus actos. Me dejaban una sensación de terror y de cansancio, como si acabara de realizar un gran esfuerzo mental o de correr un grave peligro. Los únicos recuerdos que me quedaban de todos esos sueños eran la sensación de haber permanecido en un lugar tenebroso, la de haber conversado con gente a la que no podía ver y el eco de una voz femenina tan profunda que parecía hablarme desde muy lejos: una voz que me intimidaba y me sojuzgaba siempre. A veces sentía el roce de una mano que me acariciaba las mejillas; otras, la presión de unos labios ardientes que me besaban, más apasionadamente a medida que los besos descendían hacia mi garganta. Allí sentía el último beso. Mi corazón latía más de prisa, mi respiración se hacía más entrecortada. Luego experimentaba una sensación de ahogo y, en medio de una terrible convulsión, perdía la consciencia.
Estos terribles hechos me sucedían ahora tres veces a la semana y dejaban en mí una profunda huella. Estaba pálida, el círculo morado que rodeaba mis ojos era cada vez más visible y mi languidez aumentaba día a día.
Mi padre me preguntaba frecuentemente si me encontraba mal, pero con una obstinación que ahora me parece inexplicable, le aseguraba una y otra vez que estaba perfectamente bien. En cierto sentido, era verdad. No sentía dolor alguno ni podía quejarme de ningún malestar físico. Mi dolencia me parecía imaginaria y, por penosos que fueran mis sufrimientos, los cultivaba amorosamente y en secreto.
Carmilla se quejaba de sueños y de sensaciones febriles parecidas a las mías, aunque menos alarmantes. Si hubiera sido capaz de comprender mi situación, habría pedido ayuda y consejo de rodillas. Pero el narcótico de una influencia insospechada obraba en mí y mis sentidos estaban embotados.
Hablaré ahora de un sueño que me condujo a un extraño descubrimiento.
Una noche, en vez de la solitaria voz que oía en el vacío, oí otra voz más dulce y más tierna, y al mismo tiempo más terrible, que decía: Tu madre te advierte que tengas cuidado con el asesino. En el mismo instante apareció inesperadamente una luz y vi a Carmilla de pie cerca de mi cama, embutida en su blanco camisón completamente manchado de sangre.
Me desperté sobresaltada, convencida de que Carmilla había sido asesinada. Salté de la cama pidiendo socorro. La señora Perrodon y la señorita Lafontaine salieron de sus habitaciones, alarmadísimas, y encendieron una lámpara del rellano de !a escalera. Les conté lo que me había sucedido e insistí en ver a Carmilla. Acudimos a su dormitorio y la llamamos a través de la puerta. No respondió, a pesar de nuestros gritos, y el hecho nos alarmó a todas, ya que la puerta estaba cerrada por dentro. Regresamos a mi habitación y agitamos furiosamente la campanilla que había a la cabecera de mi cama. Si mi padre hubiese dormido en nuestro mismo piso le hubiesemos llamado inmediatamente, pero dormía en el piso bajo, fuera del alcance de nuestras voces, y para llegar hasta su habitación era necesario organizar una expedición para la cual ninguna de nosotras se sentía con fuerzas. Los criados llegaron corriendo. Entretanto, nos habíamos puesto una bata y calzado unas zapatillas. Volvimos a la habitación de Carmilla, y, después de llamarla de nuevo repetidas veces, ordené a los criados que forzaran la puerta. Una vez abierta, penetramos en el dormitorio: todo estaba en orden, tal como lo había visto al dar las buenas noches a Carmilla. Pero mi amiga había desaparecido.
Al ver que la única señal de desorden en la habitación era la producida por nuestra irrupción, nos tranquilizamos un poco y no tardamos en recobrar el buen sentido y en despedir a los criados. La señorita Lafontaine aventuró la opinión de que Carmilla, despertada repentinamente al sentir que forzaban la puerta, se había asustado y se había escondido debajo de la cama o dentro del armario: era natural que no saliera mientras el mayordomo y los criados se hallaran en la habitación. La llamamos de nuevo, pero no respondió. Eso aumentó nuestra perplejidad y nuestra zozobra. Examinamos las ventanas, pero estaban cerradas. Supliqué a Carmilla, si estaba escondida, que no prolongara por más tiempo aquella burla y acabara con nuestra ansiedad, saliendo de su escondite. Pero todo fue en vano. Era evidente que no estaba en el dormitorio, ni en el tocador. Yo estaba intrigadísima. Tal vez Carmilla había descubierto un pasadizo secreto... El viejo guarda decía que existía uno en el castillo, pero nadie recordaba dónde, exactamente. El misterio se aclararía, indudablemente, pero de momento estábamos perplejas.
Eran las cuatro de la madrugada y preferí pasar el resto de la noche en la habitación de la señora Perrodon. Pero la luz del día no trajo la solución al enigma: Carmilla había desaparecido. Mi padre estaba desesperado, pensando en lo que iba a ocurrir cuando regresara la madre de la muchacha... Yo también estaba desesperada, pero mi desesperación tenía otras causas.
Transcurrió la mañana en medio de la mayor alarma y agitación. Se habló incluso de rastrear el río. Llegó el mediodía y la situación no había cambiado. A eso de la una se me ocurrió echar otro vistazo a la habitación de Carmilla. Llegué allí y mi asombro no tuvo limites: ¡Carmilla estaba en su habitación, mirándose al espejo! No podía creer en lo que estaban viendo mis ojos. Mi amiga me llamó con un gesto. En su rostro se leía el miedo. Corrí hacia ella, la abracé y besé repetidas veces, y luego me precipité hacia la campanilla y la agité desesperadamente para que acudieran todos y se tranquilizaran.
- ¡Querida Carmilla! - exclamé -. ¿Qué te ha sucedido? ¿Dónde has estado?
- Ha sido una noche prodigiosa - me respondió -. Después de cerrar la puerta del dormitorio, como de costumbre, me acosté. He dormido sin interrupción y sin sueños, pero al despertar me he encontrado sobre el diván del tocador, con su puerta abierta y la de la habitación forzada. ¿Cómo es que no me he despertado? Tiene que haberse producido un gran alboroto, y yo tengo el sueño muy ligero... ¿Cómo puede ser que me haya encontrado fuera de mi cama sin haberme enterado de nada?
Entretanto, habían llegado mi padre, la señora Perrodon, la señorita Lafontaine y varios criados. Naturalmente, Carmilla fue asediada a preguntas, pero su respuesta fue siempre la misma. Mi padre daba vueltas por la habitación, sumido, al parecer, en hondas reflexiones. Vi que Carmilla le seguía con la mirada, y en sus ojos había una expresión preocupada. Finalmente, mi padre despidió a los criados, se acercó a mi amiga y, cogiéndola delicadamente por la mano, la condujo hasta el diván, donde se sentaron.
- ¿Me permites que te haga una pregunta, querida? - inquirió mi padre.
- Desde luego. Tiene usted perfecto derecho a preguntar lo que quiera, siempre que no traspase los límites impuestos por mi madre.
- Bien, querida, no hablaremos de lo que tu madre me prohibió, sino de lo ocurrido esta noche. Te has levantado de la cama y has salido de la habitación, sin despertarte. Y todo esto estando puertas y ventanas cerradas por dentro. Tengo una teoría, pero antes quiero hacerte una pregunta.
Todos conteníamos la respiración.
- La pregunta es ésta: ¿eres sonámbula?
- No, ahora no. Pero lo fui en mi infancia.
- Ya. Y, en aquella época, ¿te levantabas con frecuencia de la cama en sueños?
- Sí. Por lo menos, así me lo decía mi niñera.
Mi padre sonrió, asintiendo.
- Lo ocurrido tiene una fácil explicación. Carmilla es sonámbula; abre la puerta y no deja, como de costumbre, la llave en la cerradura, sino que, siempre en sueños, cierra por la parte de afuera y se lleva la llave. Luego recorre las veinticinco habitaciones de este piso, y quizá también las de las otras plantas. Esta casa está llena de escondrijos, de desvanes y de trastos viejos. Se tardaría una semana en explorarla a fondo. ¿Entiendes lo que quiero decir?
- Sí, pero no del todo - respondió Carmilla.
- ¿Y cómo explicas, papá, que se haya despertado en el tocador, que yo había registrado minuciosamente?
- Carmilla regresó cuando vosotras os habíais ya marchado. Regresó dormida, naturalmente, y al despertarse se asombró de encontrarse allí. Ojalá todos los misterios tuvieran una explicación tan sencilla como éste, Carmilla -añadió mi padre, satisfecho.
En aquel momento, Carmilla estaba más hermosa que nunca. Creo que fue entonces cuando mi padre comparó su aspecto con el mío, porque súbitamente dijo:
- Tienes muy mal aspecto, Laura.
Como sea que Carmilla no quería que ninguna sirvienta pasara la noche en su habitación, mi padre ordenó que uno de los criados durmiera delante de la puerta de su dormitorio, a fin de que la muchacha no pudiera salir sin ser vista por nadie.
Aquella noche transcurrió tranquila, y a la mañana siguiente, el médico, que mi padre había enviado a buscar sin yo saberlo, vino a visitarme. La señora Perrodon me acompañó a la biblioteca, donde me aguardaba el doctor. Le expliqué lo que me sucedía de un tiempo a esta parte, y mientras avanzaba en mi relato noté que su aspecto se hacía más pensativo. Nos hallábamos ante una ventana, uno al lado del otro. Cuando terminé de hablar se apoyó en la pared y me miró con un interés que dejaba traslucir cierto horror. Tras meditar unos instantes, mandó llamar a mi padre. Éste llegó sonriendo, pero su sonrisa desapareció al ver la expresión preocupada del médico. Inmediatamente se enfrascaron en una conversación que sostuvieron en voz baja, como si temiendo que la señora Perrodon o yo, que nos manteníamos apartadas, pudiéramos oír lo que hablaban. De pronto, mi padre volvió los ojos hacia mí. Estaba pálido y parecía intensamente preocupado.
- Laura, querida, acércate.
Obedecí, sintiéndome alarmada por primera vez, ya que a pesar de mi creciente debilidad no creía estar enferma.
- Me ha dicho usted antes que tuvo la sensación de que le clavaban dos alfileres en el cuello, la noche en que sufrió aquella pesadilla - me dijo el médico -. ¿Le duele aún en el lugar donde sintió los pinchazos?
- No, en absoluto - respondí.
- ¿Puede señalarme con el dedo el punto exacto?
- Debajo mismo de la garganta, aquí - respondí.
Llevaba un vestido de cuello alto, que cubría la parte señalada.
- ¿Quiere pedirle a su padre, por favor, que le desabroche el cuello? Es necesario que conozca todos los síntomas.
Obedecí: el punto señalado estaba unas dos pulgadas más abajo del cuello.
-¡Dios mío! - exclamó mi padre, palideciendo.
- ¿Se da usted cuenta? - inquirió el médico, con expresión de triunfo.
- ¿Qué pasa? - pregunté, alarmada.
- Nada, señorita, no hay más que una pequeña marca azulada, tan diminuta como una cabeza de alfiler - dijo el médico. Y, volviéndose hacia mi padre, añadió: Veremos lo que se puede hacer.
- ¿Es peligroso? - insistí, angustiada.
- No lo creo - respondió el médico -. Estoy convencido de que mejorará rápidamente. Quisiera hablar con la señora Perrodon -añadió, dirigiéndose a mi padre.
Mi padre llamó a la señora Perrodon.
- La señorita Laura no se encuentra tan bien como sería de desear - le dijo el médico -. No creo que sea nada de cuidado. Sin embargo, hay que adoptar ciertas precauciones, en beneficio suyo. Es indispensable que no deje sola a la señorita Laura ni un solo instante. Por ahora, es el único remedio que puedo prescribir, pero deseo que cumpla mis instrucciones al pie de la letra. ¿Entendido?
Mi padre salió para acompañar al médico. Les ví cruzar el puente levadizo, absortos en una animada discusión. Luego vi cómo el médico montaba a caballo, saludaba a mi padre y se alejaba hacia oriente.
Casi al mismo tiempo llegó el correo de Dranfeld, con un paquete de correspondencia para mi padre.
Media hora después, mi padre se reunió conmigo: tenía una carta en la mano.
- Es del general Spieldorf - dijo. Llegará mañana, o quizás hoy mismo.
Me entregó la carta abierta, pero no parecía satisfecho como de costumbre cuando un huésped, especialmente un buen amigo como el general, venía a visitarnos. Parecía estar ocultándome algo.
- Querido papá, ¿quieres explicármelo todo? - le dije, cogiéndole del brazo y mirándole con expresión suplicante -. ¿Qué te ha dicho el médico? ¿Me ha encontrado muy enferma?
- No, querida. Dice que te repondrás pronto. - Pero su tono era seco -. De todos modos, preferiría que nuestro amigo el general hubiese escogido otro momento para su visita.
- Pero... dime, papá, ¿qué enfermedad tengo?
- Ninguna. No me atormentes con tus preguntas - respondió.
Nunca había dado muestras de tanta irritación al hablar conmigo. Después se dio cuenta de que me había lastimado, y añadió:
- Lo sabrás todo dentro de un par de días, es decir, sabrás lo que sé yo. Entretanto, no me hagas preguntas.
Dio media vuelta, dispuesto a marcharse, pero luego, antes de que yo tuviera tiempo de detenerme a pensar en lo raro que resultaba todo lo que estaba sucediendo, volvió sobre sus pasos para decirme que quería ir a Karstein y que había hecho preparar el carruaje para las doce. La señora Perrodon y yo le acompañaríamos. Quería visitar al sacerdote que vivía en aquel lugar, y, dado que Carmilla no le conocía, podía reunirse con nosotros más tarde, cuando se levantara. Podía venir en compañía de la señorita Lafontaine, la cual llevaría también lo necesario para un almuerzo en las ruinas del castillo.
A las doce en punto nos pusimos en marcha. Pasado el puente levadizo giramos a la derecha y tomamos el camino que conducía al pueblo deshabitado y a las ruinas del castillo de Karstein. Debido a lo accidentado del terreno, la carretera da muchas vueltas y serpentea ora junto a un precipicio, ora por la ladera de una colina, en una inagotable variedad de paisajes. En una de las innumerables revueltas del camino nos encontramos inesperadamente en presencia de nuestro amigo el general, que avanzaba a caballo hacia nosotros, seguido de su criado, también a caballo. Tras las cordiales efusiones de bienvenida, pasó a ocupar el sitio que quedaba libre en nuestro carruaje y envió el caballo al castillo con su criado.
Habían transcurrido solamente diez meses desde la última vez que le habíamos visto, pero su aspecto había cambiado como si hubiesen pasado diez años. Una expresión angustiada había sustituido a su habitual aire de tranquila serenidad. No era sólo la transformación que cabe esperar en una persona que ha sufrido un gran dolor: una especie de furor apasionado parecía haber contribuido a llevarle a la actual situación.
Apenas reemprendimos la marcha, el general comenzó a contarnos el engaño - según su propia expresión - que había conducido a la muerte a su joven sobrina. De repente se dejó arrastrar por una ola de furor y de amargura, profiriendo invectivas contra las artes diabólicas de que había sido víctima. Mi padre, comprendiendo que debían existir motivos extraordinarios para que el ecuánime general se expresara en aquellos términos, le pidió que nos contara, si no le resultaba demasiado penoso, los hechos que justificaban tan violentas expresiones.
- Con mucho gusto - replicó el general -. Pero no van a creerlo.
- ¿Y por qué no? - inquirió mi padre.
- Porque usted, amigo mío, sólo cree en lo que responde a sus prejuicios y a sus ilusiones. También yo era como usted. Pero ahora he aprendido algo más.
- Póngame a prueba - insistió mi padre-. Soy menos dogmático de lo que usted cree. Además, me consta que usted basa siempre sus opiniones en pruebas fehacientes, y por lo tanto estoy dispuesto a respetar sus conclusiones.
- Tiene usted razón: si he llegado a creer en la existencia de hechos prodigiosos, no ha sido a la ligera. Y puedo asegurarle que he sido víctima de una verdadera conspiración sobrenatural.
Vi que mi padre, a pesar de su promesa, miraba al general con ojos que reflejaban evidentes dudas acerca de la capacidad intelectual de su viejo amigo. Afortunadamente, el general no se dio cuenta. Miró con ojos impregnados de tristeza el paisaje selvático que se extendía ante nosotros.
- ¿Van ustedes a las ruinas de Karstein? - preguntó -. Curiosa coincidencia... Precisamente quería pedirles que me acompañaran allí. Quiero examinarlas detenidamente. ¿Es cierto que hay una capilla en ruinas con numerosas tumbas de aquella extinguida familia?
- Sí, y son muy interesantes - respondió mi padre -. ¿Se propone usted, quizá, reivindicar su propiedad?
Mi padre hizo aquella pregunta en tono de broma, pero el general respondió completamente en serio.
- De ningún modo - exclamó secamente -. Tengo la intención de exhumar algunos ejemplares de aquella hermosa raza. Espero, con la ayuda de Dios, llevar a cabo un piadoso sacrilegio que librará a la tierra de algunos monstruos y permitirá dormir tranquilamente a personas de bien que tienen derecho a acostarse en paz, sin que sobre sus cabezas penda la amenaza de unos malvados asesinos.
Mi padre le miró de nuevo. Pero esta vez no había desconfianza en su mirada, sino que trataba de ser penetrante y perspicaz.
- La casta de los Karstein - dijo - se extinguió hace mucho tiempo. Cien años, por lo menos. Mi mujer descendía de los Karstein por línea materna. Pero el apellido y el título desaparecieron hace casi un siglo. El castillo está en ruinas y el pueblo deshabitado; hace más de cincuenta años que no sale humo por sus chimeneas.
- Eso es lo que me han contado, exactamente. Y otras cosas que le asombrarán. Pero será mejor que lo cuente siguiendo un orden lógico. ¿Recuerda usted a mi sobrina? Era la muchacha más hermosa del mundo, y hace sólo tres meses estaba aún viva.
Mi padre apretó afectuosamente la mano del general. Las lágrimas llenaron los ojos del anciano, que no trató de ocultarlas.
- Mi sobrina era el consuelo de mi vejez. Y ahora, todo ha terminado. No me queda mucho tiempo de vida, pero, con la ayuda de Dios, confío en que antes de morir podré prestar un gran servicio al género humano.
La cosa empezó así: mi sobrina se preparaba con impaciencia para visitarles a ustedes. En el curso de aquellos preparativos, fuimos invitados a una fiesta ofrecida por mi viejo amigo el conde de Carlofed, cuyo castillo dista unas seis leguas del de Karstein. La noche en que empezó mi desgracia se celebró un fastuoso baile de máscaras. EI parque del castillo estaba, iluminado con farolillos de colores, y los fuegos artificiales fueron de una magnificencia nunca vista. ¡Y qué música! Usted ya sabe que la música es mi debilidad. Las mejores orquestas del mundo, y los mejores cantantes de ópera europeos. Nunca, había asistido a una fiesta tan brillante, ni siquiera en París. Mi querida sobrina estaba hermosísima. No iba disfrazada. La emoción y la alegría ponían en su rostro un encanto indefinible. Me di cuenta de que otra joven, que vestía lujosamente y llevaba un antifaz, miraba a mi sobrina con especial interés. La había visto ya al comienzo de la velada, en la terraza del castillo: estaba cerca de nosotros y su actitud demostraba un vivísimo interés. La acompañaba una dama, vestida con el mismo lujo y también cubierta con un antifaz, que tenía el aire autoritario de una persona de rango.
En aquel momento estábamos en un salón. Mi pobre sobrina había bailado mucho y descansaba sentada en una silla, cerca de la puerta. Yo estaba sentado junto a ella. Las dos damas se acercaron a nosotros y la más joven ocupó una silla vacía al lado de mi sobrina en tanto que la de más edad venía a sentarse junto a mí. Empezó hablando consigo misma, como si estuviera refunfuñando. Luego, aprovechándose de la impunidad que le confería el antifaz, se dirigió a mí en el tono de una antigua amiga, llamándome por mi nombre. Sus palabras excitaron mi curiosidad. Se refirió a las numerosas ocasiones en que nos habíamos encontrado, en la Corte o en alguna casa elegante. Hizo alusión a incidentes que yo no recordaba, pero que al serme citados por ella acudieron de nuevo a mi memoria.
Sentí que mi curiosidad iba en aumento. Deseaba ardientemente saber quién se escondía detrás de aquel antifaz, mientras la dama parecía divertirse con el juego. Entretanto, la joven, a la cual la dama de más edad llamaba con el extraño nombre de Millarca, había entablado conversación con mi sobrina. Se presentó a sí misma diciendo que su madre era una antigua amiga mía, elogió el vestido que llevaba mi niña y alabó discretamente su belleza. La divirtió con sus agudas observaciones acerca de la gente que se apiñaba en el salón, y, al poco rato charlaban como si se conocieran de toda la vida. Luego, la joven desconocida se quitó al antifaz; tenía un rostro bellísimo, de facciones tan agradables y seductoras que resultaba imposible escapar a su atractivo. Mi pobre sobrina quedó seducida al instante. También la desconocida parecía haber sido fascinada por mi sobrina. Por mi parte, valiéndome de la familiaridad que permite un baile de disfraces, dirigí algunas preguntas personales a mi interlocutora.
Me ha puesto usted en un aprieto - confesé, riendo -.¿Quiere ser clemente conmigo ahora? ¿Por qué no me hace el honor de quitarse el antifaz, como ha hecho su hija?
- Es una petición descabellada - respondió-. ¡Pedir a una dama que renuncie a un privilegio! Por otra parte, no podría usted reconocerme: han pasado demasiados años desde que me vio por primera vez. Mire a mi hija Millarca y comprenderá que ya no puedo ser joven. Prefiero que no tenga usted ocasión de compararme con la imagen que conserva de mí. Además, usted no lleva antifaz y no puede ofrecerme nada a cambio.
- Recurro a su clemencia - dije.
- Y yo a la suya -replicó.
- Por lo menos, ya que me ha honrado con su conversación, le ruego que me diga su nombre. ¿Debo llamarla señora condesa?
Se echó a reír de buena gana y sin duda hubiera encontrado el medio de eludir mi pretensión, de no haberse producido un hecho fortuito ... aunque ahora estoy convencido de que todo había sido planeado minuciosamente.
- Mire ... - empezó a decir, pero se vio interrumpida por la presencia de un caballero vestido de negro, de extraña apariencia y rostro exangüe como el de un cadáver. Tampoco iba disfrazado. Se inclinó cortésmente ante mi compañera y dijo:
- ¿Me permite la señora condesa unas palabras en privado?
Mi interlocutora se volvió al instante hacia el recién llegado, llevándose un dedo a los labios para indicarle silencio. Luego, dirigiéndose a mí, se disculpó:
- Le ruego que me guarde el asiento, general: regresaré en seguida.
Se alejó en compañía del caballero vestido de negro. Vi cómo hablaban animadamente, antes de desaparecer entre la multitud.
Mientras me torturaba tratando de identificar a la dama que tan amablemente parecía recordarme, regresó acompañada del mismo caballero de rostro cadavérico. Oí que este último le decía: Le advierto, condesa, que el carruaje espera en la puerta. Y, tras inclinarse profundamente, desapareció.
- ¿De modo que la perdemos a usted, señora condesa? Espero que será por poco tiempo - aventuré. Y me incliné a mi vez ante ella.
- Sí, tengo que marcharme - respondió -. Y es posible que mi ausencia se prolongue unas semanas. Acabo de recibir noticias muy desagradables ... y usted, ¿ha recordado ya quién soy?
- Ya le he dicho que no.
- Lo sabrá, descuide. Pero no ahora. Somos amigos, más íntimos y más antiguos de lo que usted sospecha. Pero ahora no le puedo revelar mi identidad. Dentro de tres semanas pasaré por su castillo. Entonces tendré mucho gusto en que reanudemos nuestra vieja amistad. De momento, estoy muy preocupada por la noticia que acaban de darme. Tengo que recorrer más de cien millas con la mayor rapidez posible. Y si no fuese por la reserva que me veo obligada a guardar acerca de mi identidad, le pediría un favor ... Mi pobre hija cayó del caballo durante una cacería y fue arrastrada por el animal más de una milla. Quedó con los nervios destrozados y nuestro médico le recomendó descanso absoluto. Yo tendré que viajar día y noche, sin interrupción. Está en juego una vida ... pero ya le hablaré de ello la próxima vez que nos veamos.
Y a continuación me pidió el favor a que había aludido. Se trataba de alojar a su hija en mi casa durante su ausencia. Era una petición un poco rara, por no decir atrevida. La condesa me desconcertó adelantándose a todas mis posibles suspicacias, diciéndome que comprendía lo incorrecto de su proceder, pero que, conociéndome como me conocía, sabía que yo me haría cargo de lo insólito de las circunstancias que la obligaban a comportarse de aquel modo. Y en aquel mismo instante, por una fatalidad que debió ser tan premeditada como todo lo que estaba sucediendo, se acercó mi sobrina pidiéndome que invitara a su nueva amiga Millarca a pasar unos días en nuestra casa.
En cualquier otra ocasión hubiera salido del paso diciéndole que aguardara hasta que pudiésemos enterarnos de la identidad de aquellas damas. Pero debo confesar que las facciones delicadas de la joven desconocida, con su extraordinario poder de fascinación, me habían conquistado. De modo que consentí estúpidamente en hacerme cargo de la muchacha mientras durase la ausencia de su madre.
El caballero vestido de negro regresó en busca de mi interlocutora. Lo último que me pidió la dama fue que no tratara de averiguar la identidad de la joven hasta su regreso. Luego susurró algunas palabras al oído de su hija; la abrazó fríamente y se alejó acompañada del fúnebre personaje.
A la mañana siguiente Millarca se instaló en nuestra casa. En el fondo, me sentía satisfecho de haber encontrado a una joven tan agradable para que hiciera compañía a mi sobrina.
Pero no tardó en surgir el reverso de la medalla. Al principio, Millarca se quejaba de una gran debilidad; estaba aún convaleciendo del accidente que había sufrido, y no salía de su habitación antes del mediodía. Luego descubrimos de un modo casual que, a pesar de que cerraba siempre la puerta de su habitación con llave, no estaba en ella todas las horas que la creíamos allí. Un día, de madrugada, la vi andar bajo los árboles, en dirección a oriente: miraba como una persona en trance. Pensé que era sonámbula. Pero esta hipótesis no resolvía las dudas que se me habían planteado. ¿Cómo salía de la habitación, si estaba cerrada por dentro? ¿Cómo salía de la casa sin abrir puertas ni ventanas? Mientras me debatía en esta situación contradictoria, se me presentó una preocupación más grave.
Mi sobrina languidecía de un modo misterioso. Empezó por tener espantosas pesadillas, luego dijo que recibía la visita de un espectro que a veces se parecía a Millarca y otras tenía el aspecto de una bestia inidentificable que daba vueltas alrededor de su cama. No tardaron en presentarse otros síntomas: una sensación dolorosa debajo de la garganta, como si la pincharan con dos alfileres, la impresión de que se ahogaba y una subsiguiente pérdida del conocimiento ...
¡Cuál no sería mi emoción al oír describir los síntomas que yo misma había experimentado! Especialmente, después de haber oído la descripción de las costumbres y características de nuestra hermosa invitada, Carmilla.
Habíamos llegado al término de nuestro viaje. Ante nosotros se extendían las ruinas de un pueblo, entre gigantescos árboles.
Descendimos en silencio del carruaje; todos estábamos absortos en nuestros pensamientos. Subimos una empinada cuesta y nos encontramos ante el castillo de Karstein.
- He aquí su palacio - dijo el general -. Era una estirpe malvada. Resulta difícil creer que incluso después de muertos puedan seguir infectando a la humanidad con su horrible concupiscencia. Miren: alli está la capilla.
Señaló un edificio de estilo gótico escondido entre el follaje.
- Oigo el hacha de un leñador muy cerca de aquí - continuó -. Quizá pueda facilitarnos la información que buscamos y señalarnos la tumba de Mircalla, condesa de Karstein. A veces, estos aldeanos conservan el recuerdo de las tradiciones locales acerca de las grandes familias.
- En casa tengo un retrato de Mircalla, condesa de Karstein - dijo mi padre -. ¿Le gustaría verlo?
- Desde luego. Pero tenemos tiempo de sobra - respondió el general -. Creo haber visto el original, y espero convencerme después de explorar la capilla.
- ¡Cómo! - exclamó mi padre -. ¿Pretende haber visto a la condesa Mircalla? Pero, ¡si hace más de un siglo que murió!
- No está tan muerta como la gente cree - replicó el general.
Cuando pasábamos por debajo del arco que daba acceso a la capilla gótica en ruinas, añadió:
- En los pocos años que me quedan de vida sólo deseo tener ocasión de una cosa: vengarme. Y, afortunadamente, la venganza puede realizarse aún por medio de un brazo mortal.
- ¿De qué venganza está hablando? - preguntó mi padre, cada vez más asombrado.
- Quiero cortar la cabeza del monstruo -respondió el general en un acceso de cólera, golpeando el suelo con el pie y alzando sus manos como si empuñara un hacha invisible y la blandiera ferozmente en el aire.
- ¡Qué es lo que dice! - gritó mi padre.
- Le cortaré la cabeza con un hacha, con una hoz, con cualquier herramienta que pueda servir para rebanarle el cuello a un criminal ¡Mirad! - gritó, temblando de rabia -. Esta madera servirá de cepo. Veo que su hija está cansada, déjela reposar.
Me dejé caer sobre un bloque de madera medio oculto entre los hierbajos que salían por entre las losas del pavimento de la capilla. Entretanto, el general llamó al leñador que estaba podando las ramas secas de los árboles, muy cerca de allí. Se nos acercó un viejo fornido, que llevaba un hacha en la mano, pero resultó que no sabía nada acerca de aquellas ruinas. Sin embargo, nos informó que conocía a un guarda forestal que vivía a unas leguas de distancia y que podría hablarnos de todas y cada una de las piedras de la capilla.
- ¿Hace mucho tiempo que trabaja usted en este bosque? - le preguntó mi padre.
- Hasta hace poco tiempo he sido leñador a las órdenes del guarda forestal. Mi padre, mi abuelo y toda mi familia, durante generaciones, hemos tenido el mismo oficio. Podría mostrarles las casas en que vivieron mis antepasados.
- ¿Por qué quedó deshabitado el pueblo?
- Porque recibía la visita de los espectros. Parece ser que los persiguieron hasta sus tumbas, exhumaron los cadáveres con los medios acostumbrados y fueron destruidos en la forma habitual: decapitados, traspasados con un palo y quemados. Sin embargo, muchos aldeanos habían perdido la vida. A pesar de todos los esfuerzos que se hicieron, a pesar de abrir tantas tumbas y de privar a tantos vampiros de su horrible existencia, el pueblo no quedó totalmente libre de la influencia diabólica. Pero un noble moravo, que vino a estudiar esta parte del país, oyó hablar de estos hechos y, siendo experto en la materia como otros muchos compatriotas suyos, se ofreció para librar al pueblo de aquella obsesión. Y he aquí lo que hizo: una noche de luna llena, trepó a la torre de la capilla poco después de ponerse el sol. Se quedó allí de guardia hasta que vio salir al vampiro de la tumba y despojarse de su blanco sudario para dirigirse al pueblo, a fin de atormentar a sus habitantes. Una vez se hubo alejado el vampiro, el extranjero descendió de la torre, recogió el sudario y volvió a encaramarse a su observatorio. Cuando el vampiro regresó de su expedición y no encontró el sudario en el lugar donde lo había dejado, empezó a aullar, enfurecido por la pérdida de su atavío fúnebre. El moravo, entonces, llamó al vampiro y le desafió a que subiera a lo alto de la torre para recuperar su sudario. El vampiro aceptó el reto y empezó a trepar por el campanario. Pero cuando estaba a punto de alcanzar la cima, el moravo le golpeó con su sable en la cabeza, partiéndole el cráneo en dos y haciéndole caer al fondo de la capilla. Luego bajó de la torre, decapitó al vampiro y al día siguiente entregó la cabeza y el cuerpo a Ios aldeanos, que lo atravesaron con un palo y lo quemaron, según las reglas establecidas para estos casos. El noble moravo estaba autorizado por un documento de la familia Karstein a cambiar el emplazamiento de la tumba de la condesa Mircalla, cosa que hizo, sin que nadie sepa el lugar donde está enterrada actualmente.
- ¿Puede usted decirme dónde estaba antes? -preguntó el general.
Pero el leñador debía tener un trabajo urgente porque, olvidándose de recoger su hacha, se marchó sin contestar a la pregunta. Y mi padre y yo nos quedamos a escuchar el final del relato del general.
- Mi querida sobrina empeoraba a ojos vista. El médico ignoraba la naturaleza exacta de su enfermedad. Al darse cuenta de mi preocupación, propuso una consulta con uno de los mejores médicos de Gratz. Era un hombre que conocía a fondo su profesión y tenía mucha experiencia. Después de haber examinado a mi sobrina, los dos médicos se encerraron en la biblioteca para conferenciar. Desde la habitación contigua pude oír sus voces, de un tono mucho más violento de lo que cabía esperar en una discusión puramente científica. Llamé a la puerta y entré. El viejo médico de Gratz defendía su teoría. Su colega la impugnaba con evidente ironía, y de cuando en cuando no podía evitar el reírse francamente de las sugerencias de su colega. Mi entrada interrumpió la discusión.
- General - me dijo nuestro médico -, parece ser que mi ilustre colega opina que tenemos más necesidad de un brujo que de un médico.
- Perdone, perdone - replicó el viejo médico de Gratz con evidente disgusto -. Daré mi opinión - y a mi modo - en otra ocasión. De momento, siento decirle que mi intervención no puede ser de ninguna utilidad. De todos modos, antes de marcharme tendré el honor de hacerle una sugerencla.
Se sentó ante una mesa y empezó a escribir.
Parecía que la consulta no había dado resultado alguno. Me estaba paseando por el jardín, sumamente agitado, cuando se me acercó el viejo médico de Gratz. Se disculpó por molestarme y me dijo que, en conciencia, no podía marcharse sin ofrecerme una explicación. Dijo que tenía la seguridad de no equivocarse: no existía ninguna enfermedad con aquellos síntomas, y la muerte de mi sobrina era inminente. Le quedaba solamente un día, tal vez dos, de vida. Si lograba detener el proceso fatal, quizá pudiese recobrar las fuerzas. Pero, en su estado actual, bastaría otro ataque para extinguir la última llama de vida.
¿Y de qué naturaleza es el ataque a que alude usted? - le pregunté.
En esta nota se lo explico todo. Llame a un sacerdote y abra y lea la carta solamente en su presencia. Puede que no la comprenda, pero tenga en cuenta que es una cuestión de vida o muerte. Si no encuentra un sacerdote inmediatamente, puede leerla usted solo.
En los alrededores no había ningún sacerdote, por lo que me decidí a leer la carta. En cualquier otro momento me hubiese reído de su contenido. Pero, ¡a cuántas charlatanerías se somete uno cuando está en una situación apurada, cuando todos los medios conocidos han fracasado y está en peligro la vida de un ser querido! El médico decía en su carta que la enferma recibía la visita de un vampiro. Las punzadas que había notado en la garganta habían sido producidas por los dientes afilados y largos de uno de aquellos horripilantes seres. No cabía la menor duda, añadía, dado el lugar donde se habían producido Ios pinchazos, que se trataba de la mordedura típica de un vampiro, cosa que confirmaría cualquier experto.
Yo era bastante escéptico en lo que respecta a la existencia de fantasmas y vampiros en general. En aquel momento, al pensar en la teoría expuesta por el anciano médico, me dije a mí mismo que una gran erudicción y una despejada inteligencia pueden ir aliadas con la locura. Pero estaba tan desesperado, que decidí seguir las instrucciones contenidas en la carta.
Me escondí en el tocador que comunicaba con el cuarto de la pobre enferma, alumbrada toda la noche por una vela, y esperé a que mi sobrina se durmiera. A través de la rejilla situada encima de la puerta del tocador miraba el sable que había colocado sobre una mesa, por prescripción del médico. Al cabo de un rato vi una forma oscura que se arrastraba a los pies de la cama y que se lanzaba súbitamente al cuello de mi sobrina, al tiempo que se transformaba en una gran masa palpitante. Me quedé como petrificado por espacio de unos segundos. Luego abrí la puerta del tocador, empuñé el sable y me acerqué a la cama. El monstruo se dejó caer al suelo y se quedó inmóvil junto al lecho. Me miraba fijamente, con una expresión de ferocidad en sus pupilas. A pesar de lo horrible de su aspecto, pude reconocer a Millarca. Descargué el sable con todas mis fuerzas, pero el monstruo estaba ya junto a la puerta, ileso. Corrí detrás de él, pero desapareció como por ensalmo. Mi sable se rompió contra la puerta. No sé cómo describir lo que sucedió aquella horrible noche. Todos los moradores de la casa se despertaron y se pusieron en movimiento. El espectro de Millarca había desaparecido. Pero su víctima se agravó rápidamente y a primeras horas de la madrugada falleció.
El anciano general estaba descompuesto. Mi padre y yo permanecimos en silencio. Al cabo de un rato, mi padre avanzó por la capilla, leyendo cuidadosamente las inscripciones de las lápidas. El general, por su parte, se había apoyado en el muro y se enjugó los ojos con un pañuelo. Las voces familiares de Carmilla y de la señorita Lafontaine, que en aquel momento se acercaban, me reanimaron.
De repente, por debajo de un arco rematado por uno de aquellos monstruos grotescos que brotaban de la imaginación de los antiguos escultores góticos, vi aparecer la seductora figura de Carmilla. Me puse en pie para contestar a su sonrisa, particularmente atractiva, cuando el viejo general lanzó un grito y se interpuso entre nosotras, blandiendo el hacha que el leñador había dejado olvidada.
El rostro de Carmilla había sufrido una transformación brutal. Retrocedió. Pero, antes de que yo pudiera gritar, el general descargó el hacha sobre ella con todas sus fuerzas. Carmilla pareció inclinarse hacia delante a consecuencia del golpe, pero en realidad lo que hizo fue coger la muñeca del general con su delicada mano. El anciano se debatió vigorosamente, luchando por soltarse, pero se vio obligado a abrir la mano y dejar caer el hacha. Carmilla desapareció como si se la hubiera tragado el aire. El general, tambaleándose, se apoyó en el muro. Sus cabellos estaban erizados y su rostro aparecía empapado en sudor. Estaba pálido como un muerto. Todo lo que acabo de contar sucedió en un par de segundos. No sé si llegué a perder el conocimiento. Lo primero que recuerdo después de la desaparición de Carmilla es la voz de la señora Perrodon, preguntándome:
- ¿Dónde está la señorita Carmilla?
Por fin pude contestar que no lo sabía.
- Ha salido de aquí hace un momento - dije, señalando la puerta por la cual había entrado la señora Perrodon.
- Yo estaba allí y no la he visto.
Inmediatamente empezó a llamarla por su nombre, sin obtener respuesta.
- ¿Se hace llamar Carmilla? - inquirió el general, que no se había recobrado totalmente.
- Efectivamente - respondí.
- Carmilla... Millarca... - murmuró el general -. No cabe ninguna duda, es la misma que en otro tiempo se llamó Mircalla de Karstein. Querida Laura, márchese inmediatamente de esta tierra maldita. Creo que no verá nunca más a Carmilla.
Mientras el general pronunciaba estas palabras, entró en la capilla uno de los hombres más extraños que he visto en mi vida. Era alto, delgado, muy cargado de hombros y vestía de negro. Tenía la tez morena y surcada de profundas arrugas. Llevaba un sombrero pasado de moda, adornado con una enorme pluma. Sus cabellos largos y grasientos caían sobre su espalda. Andaba lentamente, arrastrando los pies. Usaba anteojos con montura de oro y su mirada se fijaba alternativamente en el techo de la capilla y en el pavimento. Sus largos y delgados brazos oscilaban continuamente, como el péndulo de un reloj.
¡Éste es mi hombre! - gritó el general al verlo, precipitándose a su encuentro con manifiesta alegría-. ¡Mi querido barón! ¡Cuánto me alegra verle! No esperaba encontrarle tan pronto.
Llamó con un gesto a mi padre, que, entretanto, había regresado de su exploración, y le presentó a aquel extraño personaje, llamándole simplemente barón. Inmediatamente, los tres hombres se enfrascaron en una animada conversación. El desconocido sacó de su bolsillo un raído plano y lo extendió sobre el granito rosado de una tumba. Con un lápiz, empezó a trazar líneas de un extremo a otro del plano, consultando con la vista determinados lugares de la capilla, lo cual me hizo suponer que se trataba de un plano del edificio en que nos hallábamos. También consultaba a menudo un cuaderno de notas sucio y amarillento, cuyas páginas estaban llenas de una apretada escritura.
Los tres hombres acabaron por dirigirse hacia el lado opuesto a aquel en que yo me encontraba y luego empezaron a medir la distancia en pasos entre las tumbas. Finalmente, se detuvieron ante el muro y lo examinaron atentamente, levantando la hiedra que lo cubría en aquel lugar. No tardaron en descubrir una lápida de marmol, sobre la cual aparecían esculpidas unas letras.
Ayudados por el leñador, que había regresado en busca de su hacha, arrastraron hasta un lugar iluminado la enorme lápida. Se trataba, en efecto, del sepulcro de Millarca, condesa de Karstein. El general alzó las manos al cielo en silenciosa acción de gracias.
- Mañana - oí que decía - vendrá el Comisario. Actuaremos de acuerdo con los preceptos legales.
Luego, encarándose con el anciano de los lentes con montura de oro, le estrechó calurosamente las manos.
- ¿Cómo puedo agradecerle su ayuda, barón? ¿Cómo podríamos expresarle nuestra gratitud? Ha librado usted a esta comarca de una horrible plaga. Gracias a usted, hemos podido localizar al más odioso de Ios monstruos.
Mi padre se acercó a mí y me abrazó y besó repetidas veces.
- Ya es hora de que regresemos a casa - dijo.
Sus palabras sonaron a mis oídos como música celestial, pues nunca me había sentido tan cansada como en aquel momento.
Una vez en el castillo, mi satisfacción se trocó en espanto al descubrir que no había noticias de Carmilla. No me dieron ninguna explicación acerca de lo que había ocurrido en las ruinas del castillo, y era evidente que mi padre prefería, por el momento, conservar el secreto.
La ausencia de Carmilla, que en aquellas circunstancias resultaba de lo más siniestro, me tenía en vilo. Y mi inquietud aumentó con Ios preparativos que se hicieron para pasar aquella noche. Dos sirvientas, además de la señora Perrodon, se quedaron en mi habitación, en tanto que mi padre y uno de los criados montaban guardia ante la puerta.
Al día siguiente, tuvieron lugar en la capilla de Karstein, con las formalidades de rigor, los actos previstos. Se abrió la tumba de la condesa de Karstein. El general y mi padre reconocieron en ella a la bellísima y pérfida invitada. A pesar de que llevaba enterrada más de ciento cincuenta años, sus facciones estaban llenas de vida. Tenía los ojos completamente abiertos. El cadáver no parecía haber sufrido el proceso de descomposición.
Los dos médicos que asistían a la ceremonia atestiguaron el hecho prodigioso de que el cadáver respiraba, aunque muy débilmente, y que era posible captar los leves latidos de su corazón. Los miembros conservaban su flexibilidad y la carne era elástica. El féretro de plomo estaba lleno de sangre, que empapaba al cadáver. Se trataba de un caso irrefutable de vampirismo. De acuerdo con las antiguas prácticas, alzaron el cadáver y atravesaron su pecho con una estaca. Luego le cortaron la cabeza, y del cuello seccionado brotó un chorro de sangre. A continuación colocaron el cuerpo y la cabeza sobre un montón de leña y le prendieron fuego, hasta que no quedó más que un montón de cenizas. Las cenizas fueron dispersadas a los cuatro vientos, y a partir de entonces la región quedó libre de vampiros.
Mi padre conserva una Copia del informe de la Comisión Imperial, con la firma de todos los que presenciaron aquella horrible ceremonia. De este documento oficial he copiado la descripción de la macabra escena.
No he contado estos hechos serenamente. ¡Oh, no! No puedo pensar en aquellos sucesos sin sentirme profundamente trastornada. Si no me lo hubieran solicitado tantas veces, nunca me hubiese decidido a escribir la historia de unos sucesos que destrozaron - quizá para siempre - mis nervios, proyectando la sombra de aquel horror indecible que, a pesar de los años transcurridos, continúa acosándome día y noche, haciéndome insoportable la soledad.
Añadiré algunas palabras acerca del extraño barón de Vonderburg, gracias a cuya erudición fue posible el descubrimiento de la tumba de la condesa Mircalla.
Vivía en Gratz, de una pequeña renta - todo lo que le quedaba de la fortuna de su familia -, y se dedicaba al estudio del vampirismo, en todas sus formas. Había leído todo lo que se había escrito sobre la materia: la Magia Posthuma, el Phlegon de mirabilibus, el Agustinus de cura pro mortuis, el Philosophicae et christianae cogitationes de vampiriis, de John Chistofer Heremberg, y muchos otros libros de los cuales sólo recuerdo algunos de los que prestó a mi padre.
Tenía un voluminoso archivo de todos los casos judiciales incoados por vampirismo, y de ellos había deducido algunos principios fundamentales acerca de los vampiros.
Por ejemplo, la palidez mortal que se atribuye a esa clase de espectros es pura ficción literaria. En realidad, tanto en la tumba como cuando se muestran públicamente tienen un aspecto saludable. Cuando se abre su féretro aparecen las mismas señales que demostraron que la condesa de Karstein, fallecida siglo y medio antes, era un vampiro.
Lo más inexplicable era y sigue siendo cómo pueden salir de su tumba y regresar a ella. La doble vida de los vampiros se mantiene gracias al sueño cotidiano en la tumba. Su monstruosa avidez de sangre de seres vivos les proporciona la energía necesaria para subsistir durante las horas de vigilia. El vampiro está propenso a ser víctima de vehementes pasiones, parecidas a las del amor, ante determinadas personas. Pera obtener su sangre, pone en juego una paciencia infinita y recurre a toda clase de estratagemas a fin de superar los obstáculos que le separan del objeto deseado. No desiste de su empresa hasta que su pasión ha sido colmada y ha podido sorber la vida de la codiciada víctima. Llegan incluso a contraer matrimonio con ella, prorrogando su placer criminal con el refinamiento de un epicúreo. Pero con más frecuencia se encamina directamente a su objetivo, vence por la fuerza y devora a su víctima en un solo festín.
Parece que el vampiro, algunas veces, debe sujetarse a determinadas condiciones. En el ejemplo que acabo de relatar, Mircalla debía limitarse al uso de un nombre que, si no era siempre exactamente el suyo, debía contener todas las letras que lo componían: Mircalla, Carmilla, Millarca ...
Mi padre explicó al barón de Vordenburg, que fue nuestro huésped durante un par de semanas, la historia del caballero moravo y del vampiro de la capilla de Karstein, y le preguntó al barón cómo había podido descubrir el emplazamiento exacto de la tumba, tanto tiempo ignorada, de la condesa Mircalla.
El barón sonrió enigmáticamente. Miró el estuche de sus anteojos, que tenía en la mano, lo sopesó unos instantes y luego, alzando de nuevo la mirada, dijo:
- Poseo muchos escritos y documentos de aquel notable personaje. El más curioso es una especie de narración acerca de su visita a Karstein, que usted acaba de mencionar. Naturalmente, la leyenda deforma siempre los hechos. Es posible que le tomaran por un noble moravo, ya que se había cambiado de nombre. En realidad era un noble que había nacido en la Alta Estiria. En su juventud había sido el amante apasionado y predilecto de la bellísima Mircalla, condesa de Karstein. La muerte prematura de su amada le abismó en un dolor inconsolable. Creo necesario aclarar que los vampiros pueden multiplicarse y crecer, de acuerdo con una ley que rige para esos monstruos. Suponed un lugar completamente libre de esta amenaza. ¿Cómo es que se presenta y desarrolla?
Imaginen ustedes que un individuo, suficientemente perverso, se mata. En determinadas circunstancias, los suicidas pueden transformarse en vampiros. Este vampiro empieza a visitar a los seres vivos mientras duermen. Estos últimos se mueren y, una vez sepultados, se transforman casi invariablemente en vampiros. Eso fue lo que le sucedió a la bellísima Mircalla, que era visitada por uno de esos monstruos. Mi antepasado Vordenburg, cuyo título llevo, descubrió esta historia y en el curso de los estudios a los cuales se había dedicado profundizó mucho en esta materia. Entre otras cosas, llegó a la conclusión de que se sospechaba del vampirismo de la condesa que, en vida, fue su ídolo. Se horrorizó ante la idea de que sus restos pudieran ser profanados en una póstuma ejecución. Dejó un curioso documento que demuestra que el vampiro, una vez privado de su doble existencia, queda condenado a otra aún más terrible. Y decidió, en consecuencia, preservar de esa posibilidad a su amada Mircalla. Simulando un viaje de estudios, se trasladó a Karstein y consiguió hacer desaparecer el rastro y el recuerdo de la tumba de Mircalla. Pero, pasados unos años y próximo el final de sus días, pensando en el mundo que pronto iba a abandonar, consideró bajo otro aspecto lo que había hecho y se sintió aterrado.
Trazó los diseños y notas que me han servido de guía, y confesó por escrito lo que había llevado a cabo. Tal vez pensó hacer algo más positivo, pero la muerte se lo impidió. Sólo valiéndose de la mano de uno de sus descendientes ha podido dirigir, demasiado tarde para muchos, la búsqueda del monstruo.
Más tarde, en el curso de una conversación, añadió:
- Una de las pruebas del vampirismo es la fuerza de las manos. La frágil mano de Mircalla apretó como dogal de acero la mano del general, cuando éste levantó el hacha para matarla. La fuerza de la mano de un vampiro deja una huella indeleble en su presa, produciendo una atrofia que se cura sólo muy lentamente, y no en todos los casos.
La primavera siguiente la pasé en Italia con mi padre. Viajamos durante un año. Necesité mucho tiempo para que el horror de aquellos hechos fueran disolviéndose en mi recuerdo. Incluso ahora, a muchos años de distancia, la imagen de Carmilla se me aparece frecuentemente en sus diversos y cambiantes aspectos: unas veces es la hermosísima y lánguida joven; otras, el monstruo que vi en las ruinas del castillo. Y a menudo, en medio de una pesadilla, tiemblo de miedo porque me parece oír los leves pasos de Carmilla que se acercan a la puerta de mi habitación.

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